sábado, 20 de julio de 2019

El Principio del Derecho



            La presente investigación pretende dar luz sobre uno de los temas más controversiales a lo largo de la historia. Qué es la justicia y cuál es la relación de ésta con el mundo, en especial sus vínculos con el derecho y la política. Sin pretender ser un análisis exhaustivo de las distintas teorías que se han desarrollado sobre el tema. No obstante, intenta aportar al debate haciendo hincapié en los puntos más álgidos en las discusiones en torno a la filosofía moral y política, a las intrincadas relaciones entre conocimiento, poder y derecho. 

            Partimos del hecho, de que no ha sido posible dejar de convivir. La interdependencia no es un modo de relación, sino elemento constitutivo de toda subsistencia. Aquello que entendemos por orgánico, no podría ser tal, sin aquello que entendemos por inorgánico. Toda especie, e individuo que catalogamos, no puede existir de manera aislada e independiente del resto, del entorno. Las clasificaciones tienen fines teóricos, son indispensables para comprender el mundo, pero no son constitutivas del mismo. Cualquier división que separe a un organismo de otro, no es más que una parcelación que hacemos del universo. Así como las fronteras del mapa dividen la Tierra, en los hechos sabemos, no sólo que estamos conectados, sino que hasta el momento, no hemos podido escindirnos. El coexistir no implica la aceptación de una dogma metafísico, todo lo contrario. Es el único dato objetivo que tenemos de la experiencia posible.

            Aunque no sepamos que somos, o que es la naturaleza en sí, insistiendo en la imposibilidad de ser observadores independientes. Justamente porque somos partes del mundo, es que hay una verdad objetiva e irrefutable, y esta es que somos todos partes del mismo plexo de vida. El no poder acceder a las cosas en sí, al noúmeno, no es impedimento para afirmar su existencia como tal, que aunque inaccesible en profundidad, conocimiento suficiente para aseverar que las líneas que tracemos, serán para dividir lo que no ha sido posible dividir. Que dos cosas, son dos cosas porque así las ensayamos, así las definimos y así las comprendemos, pero que en realidad, esas dos partes, aunque distintas una de la otra, no existen en sí mismas como cosas aisladas e independientes, sino que la verdad es que coexisten necesariamente.

            La coexistencia parece ser entonces, al menos hasta ahora, no sólo irrenunciable, sino que verdadero dato objetivo sobre nosotros mismos, sobre la naturaleza en sí. Pasando a ser principio epistemológico y fundamento último de toda teoría que pretenda verdad, y de hora en más, que pretenda justicia. El no saber qué son las estrellas, no significa que tengamos que dudar de su existencia. Que puedan ser una cosa, u otra, o ambas, o ninguna de ellas, no nos está diciendo que tales fenómenos correspondan exclusivamente a nuestra mente. Del mismo modo, el no saber lo que verdaderamente somos, o lo que verdaderamente es el planeta, no implica que nuestra existencia, que la existencia del planeta, estén puestos en duda.

            Pero esta verdad no termina acá. No sólo sabemos que estamos, aunque no logremos entender que somos realmente, sino que además tenemos certeza de que somos necesariamente partes de todo lo que hasta ahora sabemos existe. No comprendemos aún qué es todo esto, tal vez nunca lo entendamos, pero no hay dudas de que coexistimos gracias a que estamos inmersos, como partes inescindibles, en esto que llamamos universo. Inmensidad aún profundamente desconocida, pero de la que, además también sabemos, está en constante movimiento.

            La toma de conciencia de que el individuo, la nación, la especie, o de que cualquier idea de lo que somos, que nos separe del entorno, del otro, son entonces contrarias a este dato objetivo. Falacias sostenidas pero decadentes, resabios de lo que en su momento fue apropiado para crecer y dejar atrás a las instituciones que fueron insostenibles argumentativamente, pero las que ahora pasan a ser ellas mismas las que no logran sostenerse. La modernidad se levantó como crítica de toda dogmática, antepuso la duda frente a toda supuesta verdad, de ahí que se haya iniciado como el renacer de la razón. La modernidad fue -y es- un llamado a la reorganización de los pueblos, de acuerdo a lazos concretos, distintos a los tradicionales mandatos de antaño. Pero la modernidad no es estanca, implica su constante revisión, motivo suficiente para permitirnos replantearnos las instituciones de nuestro mundo. La postmodernidad es así producto del proceso moderno, reitera su nombre, implica y requiere de sus bases, las mismas de las que hoy nos valemos para esclarecer nuestros conceptos.

            La pertinente focalización que hacemos en la diferencia, fundamental para desprendernos de instituciones que han demostrado ser nocivas, no debe ser apuntada como la causante de los males modernos. Es más bien, la inconsistente desconexión, que a veces se sigue de la diferenciación, el problema que hoy nos demanda resolución. El que una cosa, o persona, sea distinta a otra, no quiere decir que no estén unidas interdependientemente, como partes mutuamente necesarias del mismo plexo de vida. Es así como tampoco el reconocimiento de nuestra necesaria convivencia, significa una igualación trascendental, que niegue al otro en su otredad. La coexistencia supera la existencia, no es la imposición de uno sobre otro, pero también supera la idea postmoderna radical de diferenciación. Aquella que ve en el otro, una suerte de paradigma inconmensurable, o una irreconciliable desconexión. El equilibrio no es entonces resultado de algún valor absoluto, sino producto de nuestra ineludible experiencia recíproca.

            El convivir es más que decidirnos a dialogar, es más que estar dispuestos a encontrarnos. Es aceptar que no tenemos alternativa. Es entender, de una buena vez, cual es el principio de toda subsistencia, y como tal, de toda teorización y vida social. El Principio del Derecho, es la raíz misma del conocimiento, siendo su humus, el hecho de la necesaria convivencia. Verdad y valor primario, constituyente de la norma de la libertad, fuente de los derechos y de las obligaciones universales, validez de nuestro conocimiento y base arquitectónica de todas nuestras instituciones. Implica un nuevo estadío evolutivo de comprensión y ejercicio del poder, en donde al haber éste encontrado su lugar, conforme a un derecho que reconoce su principio en un fundamento ético y epistemológico común, la política es elevada a la máxima que resulta de la participación de todas las fuerzas.
Las discusiones en torno a la naturaleza de la justicia

            Hay cuatro principales formas de entender aquello que llamamos justicia, íntimamente relacionadas con la epistemología. Formas que a su vez tienen grandes implicancias en la concepción que tenemos de nosotros mismos y de lo que nos rodea. Es decir, marcos distintos para entender y ejercer el poder. Escepticismo ético, subjetivismo ético, relativismo ético y universalismo ético compiten metaéticamente, en una suerte de gradualismo epistemológico, que va desde el no cognitivismo hacia las propuestas más cercanas al cognitivismo.

            Para Hume la razón era incapaz de motivarnos hacia una conducta moral. El que pueda ayudarnos a decidir la verdad o falsedad de una proposición, interviniendo en la relación de los hechos con las ideas, no significa que pueda servirnos para la experiencia moral, la cual es sustancialmente distinta. La moralidad no nos habla acerca de hechos corroborables, sino de expresiones emotivas o pasiones humanas. Son nuestros sentimientos los que nos obligan a actuar de acuerdo con lo bueno o lo malo, aquello que nos causa placer o dolor. La razón puede expedirse sobre el ser, no sobre el deber ser. Lo verdadero, lo falso, no es equivalente a un mérito o a una falta, en base a lo moral o inmoral. Los juicios de la razón no declaran el bien y el mal, como la moralidad tampoco puede hacerlo con respecto a lo verdadero y a lo falso. A esta dicotomía se la ha conocido como el problema del ser y del deber ser. A la supuesta imposibilidad de deducir enunciados del ser al deber ser.

            La ética es expresión de lo que sentimos, más no de lo que pensamos y juzgamos. Toda moral del sentimiento, incluida la benevolencia, de llegar a dar sentido a los términos morales, no puede brindarnos conocimiento alguno. El sentido moral, como expresión de las pasiones, es entonces ininteligible. No obstante el escepticismo metaético de Hume, desde un punto de vista normativo, si defendió el cumplimiento de la ley, pero para fundamentar su posición, recurrió al principio de utilidad, porque para él la justicia, de existir, tiene por único origen al egoísmo humano, siendo la generosidad para con los otros, limitada y circunscripta a nuestro interés personal, a nuestros deseos, y como tal, imposible de ir más allá de nuestros allegados. Por más que deseemos desear algo distinto, la racionalización de nuestras prácticas, no son suficientemente fuertes como para guiar la conducta. Hume no pudo explicar su descreimiento del conocimiento moral, mientras defendía una idea utilitarista de la misma. Al parecer, no hay filósofo moral que no termine proponiendo un sistema ético, el problema ha estado cuando intentan fundamentarlo.

            El utilitarismo escéptico del sentido común de Moore, aportó a la discusión con su famosa falacia naturalista, diciendo que todos los filósofos antes de él cayeron en esta, aunque como veremos, él mismo cometió el error del cual pretendió librarse. Básicamente, la falacia nos dice que las proposiciones morales no pueden ser reducidas natural o metafísicamente. Ni la apelación a los sentimientos, ni la apelación a una ley natural racional, solucionan el problema de la fundamentación de los juicios de valor, porque dichos intentos implican un argumento circular. Lo bueno no puede ser bueno porque es lo que siento, tampoco puede serlo porque es lo que intuitivamente creemos que es. Dichas filosofías son simples repeticiones circulares y tautológicas de las que paradójicamente el mismo Moore no pudo escapar. Su sentido común de la utilidad, no logró fundamentarse sobre bases distintas que la apelación a lo que intuitivamente creemos es lo bueno. Sin embargo, su aporte fue genuino, mostró cómo los valores morales no se justifican sólo en la felicidad, o en el placer, sino que también pueden ir contra nuestra utilidad individual, valiéndose en este caso de propiedades ideales de la ética o intuiciones morales.

            El subjetivismo ético parte de las mismas bases epistemológicas que el escepticismo, descree en la posibilidad de acceder a verdades morales objetivas. Sin embargo, va más lejos al intentar superar las contradicciones del primer escepticismo. Mackie, con la formulación de su teoría subjetivista del error, intentó mostrar como toda propuesta ética era falsa en sí misma. Al ser imposible predicar verdad o falsedad sobre tales juicios, siendo la ética un conjunto de normas que se auto imponen, y que se imponen a los demás, resulta inconsistente cuando las mismas carecen de fundamentos que las amparen. No obstante, esta dificultad metaética, Mackie defendió una idea del subjetivismo en sentido amplio. Los juicios de valor no son propios al sujeto, esto sería afirmar una verdad con respecto a la fundamentación de la moral. El no poder objetivar los valores significa que no podemos predicar su verdad o falsedad. La ética es producto de simples convenciones intersubjetivas, acuerdos que no por el hecho de serlos, quiere decir que estén fundados en propiedades verdaderas. Las convenciones morales son siempre hipotéticas o especulativas, cuestión que no obstante, no invalida la moral. Al contrario, la desobjetivación permite librarnos de errores dogmáticos y encauzar la validez moral desde un plausible constructivismo social.

            Hare da un paso más con su ética subjetivista, reconoce la imposibilidad de acceder a verdades morales, pero hace una útil diferenciación entre los usos del lenguaje. Diferencia el uso descriptivo del uso prescriptivo para concluir que existen principios universales del habla, desde los cuales estructurar una teoría ética utilitarista no cognitivista. El concederles a todos igual valor y actuar responsablemente, son principios que se deducen lógicamente del carácter prescriptivo del lenguaje. El fin es decidir qué acción puede maximizar la satisfacción de las partes involucradas. Sin embargo, la validez de los presupuestos universales del lenguaje prescriptivo, se presentan como una apelación a la idea de que toda persona racional estaría de acuerdo con ellos, intentando un tipo de fundamentación distinta a la facticidad, cayendo en una ética fuertemente normativa, pero pobre metaéticamente.

            Para Kant la moral estaba dada por la voluntad libre de todo sujeto racional, comprometido con el respeto universal de tratar a los demás como fines y poseedores de la misma razón y libertad. La igual libertad no podía deducirse de datos empíricos, y menos de inclinaciones, deseos o sentimientos subjetivos. La libertad era la condición natural de todo hombre racional, y como tal autónoma, o válida en sí misma, como propiedad independiente o exenta de toda fundamentación. La ley moral era así una propiedad pura de la razón. Elabora su principio de naturaleza práctica, no teórica, motivo que lo dota de un carácter necesario, categórico y universal. Para todo sujeto es, de este modo obligatorio actuar de acuerdo al imperativo: “Obra de tal modo que la máxima de tu voluntad pueda valer siempre, y al mismo tiempo, como principio de una legislación universal”.

            El fundamento subjetivista por excelencia es la autonomía de la voluntad. Correcto es todo aquello que decidimos libremente como miembros de una legislación soberana y universal. La libre voluntad es autónoma, he ahí su corrección y virtud, pero una voluntad libre puede decidir obligarse, para luego dejar de hacerlo o, directamente no actuar de conformidad al imperativo, cuestión imposible desde la filosofía del mismo Kant. Para él primero debemos, y luego podemos, y sólo así conocemos la libertad. Kant ha ido lejos, marcando su filosofía un antes y un después en la historia de la filosofía.

            La desconfianza de todo aquello que se impone como bueno, los intereses ocultos tras las normas que se dicen ser justas, la falta de una fundamentación última, desde la cual afirmar la verdad de los juicios de valor, Los fallidos intentos y demoledoras consecuencias que ha demostrado todo intento de realismo o naturalismo ético, son algunas de las razones por las que escépticos y subjetivistas, intentan modelos éticos que no se afirmen en enunciados veritativos. En definitiva, el subjetivismo es el acreedor más importante de la filosofía moral contemporánea, pero su altísima valoración, no ha sido suficiente para unificar aguas, y así como es defendido, es también el centro de las críticas.

            Es paradójico ver como el mismo Kant ha sido quien defendió con más énfasis una idea del Estado de derecho cosmopolita, garante de la libertad y la paz mundial. Claro que para no entrar en contradicciones, este ideal sería el resultado de una larga y pedregosa evolución, en la cual la humanidad tendría que cruzar por difíciles pruebas que la forzarían a limitar la libertad política, hasta el punto de hacerla coincidir con la libertad moral. Sería la naturaleza como fuerza providencial, la que nos obligará a progresar y alcanzar el fin último de la historia.  

            El relativismo ético ha sido el principal crítico del subjetivismo. Es hijo de la postmodernidad, crítica por excelencia del pensamiento moderno ilustrado. El relativismo explica las normas como construcciones sociales que dependen del contexto de vida e histórico particular. Las normas se entienden y fundamentan, desde consideraciones últimas de valor, que cobran vida dentro de cada comunidad cultural. Para Taylor, la moral es la propia de cada pueblo, es aquella en donde se comparten profundos valores y formas de vida, una lengua y origen compartidos. Costumbres que se transmiten de generación en generación, estando exentas de toda crítica exterior a dicha comunidad, ya que sólo se pueden entender desde dentro de cada comunidad. La diversidad de cosmovisiones es el correlato del respeto a la identidad y a la soberanía de cada cultura. Es la autodeterminación la que se levanta contra el autoritarismo colonial moderno, que aún intenta imponer modelos de sociedades liberales, negadoras de toda diferenciación cultural. La moralidad es así totalmente cognitiva desde dentro, pero tiene una contrapartida no cognitivista si es vista desde fuera de cada comunidad.

            A diferencia del subjetivismo, el que es de corte más individualista, el relativismo no desconoce el carácter común de las normas, pero las limita a cada tradición particular. Son las distintas sociedades en las que crecemos y vivimos, las que nos dan nuestras creencias, siendo estas válidas entre nosotros, los miembros de cada comunidad, pudiendo ser extrañas, e incluso contrarias, frente a las distintas formas de vida culturales. Encontrándonos con el deber de la aceptación de la irreconciabilidad moral entre culturas diversas. La moralidad, y por ende la justicia, es algo intrínseco a cada comunidad, por lo que la tolerancia ante lo diferente, la no intervención, el respeto a la soberanía cultural y política de cada comunidad, constituyen la idea de justicia mundial para el relativismo. Aunque ellos no lo dicen así.

            Walzer insiste en que la justicia es la propia de cada comunidad, siendo las reglas que rigen las relaciones internacionales, una especie de minimalismo moral, que lejos de ser una idea de justicia en sí, es tan solo el medio para resguardar y garantizar el florecimiento de la preciada diversidad, de las justicias como esferas. A diferencia de Taylor, Walzer es un relativista ético que se ha acercado a las posiciones kantianas para evitar las críticas que se han formulado contra el comunitarismo más radical. En sus últimos escritos, ha reconocido la importancia subsidiaria de la moralidad internacional, pero como un mínimo o límite último frente al maximalismo moral, propio de cada comunidad concreta. El minimalismo moral no es suficiente, o es demasiado abstracto, débil y desvinculado, como para conformar una idea de justicia en sentido fuerte.

            Muchos nos hemos sentido atraídos por la teoría de la justicia de Rawls, pero ni bien logramos advertir sobre su relativismo ético, al momento de negarse a trasladar su posición original a las relaciones internacionales, las que desde su criterio, no pueden regirse por una idea de la justicia común, sino que sólo pueden limitarse a reconocerse y respetarse, en base a la multiplicidad de cosmovisiones y regímenes políticos, sociales y culturales existentes. Es así como Rawls se identifica con los comunitarios, diferenciándose del cosmopolitismo. De este modo, podemos advertir que pese al cognitivismo moral del relativismo, el mismo se vuelve sobre sí, cuando vamos a los niveles internacionales y metaéticos de fundamentación.

            La cuarta idea de justicia, la más antigua de todas, a la que se le han imputado los fracasos y flagelos humanos, la utilizada por los imperios, por las potencias hegemónicas y por las grandes instituciones religiosas a lo largo de los milenios. Aquella que ha cargado con las críticas postmodernas que la han tildado de formalista, desvinculada, abstracta, autoritaria, colonialista, etnocentrista y falaz. Conocida como universalismo moral o cosmopolitismo, la que haciendo oído a sus críticas, se ha logrado mantener y reformular, encontrándose hoy en día, en la cima de la pirámide normativa, como estándar mundial de legitimidad y fin al cual todos los pueblos deben propender. Sin embargo, su aparente y controversial victoria, le ha costado su facticidad, relegándola como último recurso, como normas de aplicación voluntaria, o peor aún, como instrumento y disfraz para los negocios y agresiones perpetrados por los detentadores de los poderes globales.

            Esta es la que nos dice que existen principios de justicia universalmente válidos, y que ninguna norma puede pretender legitimidad, si contradice estos principios. Los que a partir del fin de la Segunda Guerra Mundial se los ha llamado Derechos Humanos. En esta posición encontramos a Habermas y a Nino, aunque este último es más social-liberal, mientras que el primero, siendo también liberal, defiende una idea más democrática de la justicia. No obstante, ambos fundamentan su ética en el intuicionismo kantiano, reformulado gracias al giro lingüístico en la filosofía, y a la superación del subjetivismo ético, por un intersubjetivismo dialógico, más cercano al cognitivismo. La ética del discurso es la reformulación de la ética kantiana, de acuerdo a sus críticas posteriores. Es un intento de reconciliación entre universalismo y particularismo, entre las éticas del bien y las éticas de lo correcto. Es en suma el resultado más cognitivo de la historia contemporánea, en ella se discute sobre la posibilidad que tenemos todos los seres capaces de lenguaje y acción, de recurrir al aprendizaje por medio de discursos prácticos, o diálogos enderezados al entendimiento.

            Sin embargo, el universalismo no siempre tuvo bases subjetivistas o intersubjetivistas, alguna vez estuvo anclado en visiones globales, pero metafísicas del mundo. Las cuales, desde la deontología, o desde la teleología, fundamentaban una naturaleza común y trascendente. En las antiguas tradiciones orientales, en el antiguo Egipto, ya es posible dar cuenta de principios universales de justicia, los que no casualmente son idénticos en su contenido a muchas de las normas que hoy en día se reconocen como imperativas por la comunidad internacional en su conjunto.

Planteamiento del problema

            Creemos que tanto el escepticismo, el subjetivismo y el relativismo están errados. El primero porque, al no creer que existan normas fundadas, niega la inteligibilidad de los bienes comunes. Si no necesitáramos de un medio ambiente sano, de la satisfacción de necesidades básicas, como son el alimento y la salud, si no hubiera diferencia entre atentar contra la integridad de otros, o respetar la libertad, tal vez podríamos comenzar a tomarlo en serio, pero es iluso, y hasta sospechoso, pretender que como humanidad no necesitemos de normas fundadas, más cuando algunas no son inventiva humana, sino que corresponden a declaraciones de hechos fácticos, hasta ahora indispensables, como es el compartir una constitución o espacio común. El que no seamos capaces de cumplir las exigencias de una ética normativa, debe buscarse entonces en una fundamentación de los juicios de valor, capaz de dotar a las normas de real fuerza vinculante. El descarte a priori de toda posibilidad de encontrar verdades morales, es entonces una reproducción automática de dogmas que no nos ha dado buenos resultados.

            El subjetivismo se equivoca al creer dogmáticamente que somos seres aislados, seres individuales, negando el hecho más obvio de todos, nuestra naturaleza interdependiente, pero no hace falta sólo este argumento fáctico para refutar al subjetivismo. También desde las ciencias sociales, es sabido que nadie inventa su propio lenguaje, ni su propia cultura. Todos venimos a un mundo construido y en construcción social. No sólo nacemos con un código genético que nos habla de la evolución biológica de millones de años, también entramos a ser partes de un mundo dado, el cual hacemos propio, y en el que de algún u otro modo aportamos.

            Las normas pueden ser reformuladas individualmente, pueden ser aceptadas o rechazadas subjetivamente, pero si le reconocemos a cada persona la posibilidad libre de asentir o descartar las normas en general, abrimos la puerta a la arbitrariedad de quien, por falta de conocimiento, egoísmo, arrogancia, o seudo interés, pueda no reconocer algo que es justo, de acuerdo a lo que razonablemente se demuestra ante él, haciendo superfluas incluso las normas que vigilan nuestro igual derecho a ser libres, nuestro deber de garantizar esa libertad para los que vendrán. Permitiendo que se pueda exterminar y dañar irreversiblemente aquello necesario e indispensable para todos. El subjetivismo se desarma al ser impotente de proteger toda norma que se da el sujeto a sí mismo. Sin el acuerdo con el otro, sin un derecho ético, toda norma, por muy individual o privada que sea, no puede sino estar condenada a la vacilante lucha entre fuerzas antagónicas.

            El relativismo por su lado, no cae en los vicios del escepticismo, ni tampoco en los del subjetivismo, al menos no tan directamente. El relativismo significó una superación del estado de naturaleza hobesiano, pero ya se quedó corto de miras. La comunidad política no siempre es fiel reflejo de la comunidad cultural, y aunque así lo fuera, ninguna cultura o tradición histórica se ha construido aislada del mundo. Si un grupo de personas pudo formar una comunidad, en donde se comparten profundas convicciones e ideales de vida entre sus miembros, ha sido gracias a que existe la posibilidad universal a que lo hayan podido hacer. Es decir, hubieron de poder gozar de autodeterminación. La membresía a una cultura, a una tradición, institución o comunidad, debe ser lograda gracias al escrutinio público, y no ser producto de la imposición y la opresión.

            Sin dudas, la escisión de Estados, no tendría que presentar problemas cuando existiera la voluntad suficiente, sumada a las buenas razones para ello. Sin embargo, toda proclamación de independencia no puede ser excusa para descuidar el compromiso recíproco con el otro. En este sentido, una organización internacional fuerte, estructurada coherente y eficientemente en distintos niveles, podría asegurar dichos compromisos, facilitando la multiplicación de comunidades políticas concretas.

            En definitiva, la comunidad necesita del mundo para existir, y esta no debe reemplazarlo, porque abrimos la puerta a que en el futuro ella misma pueda no ser respetada. Sin una justicia universal, que garantice la autonomía que reclama el relativismo para cada comunidad, el estado de guerra de todos contra todos, es ahora trasladable a las relaciones internacionales. Es entonces una inconsistencia afirmar la verdad moral interna, al mismo tiempo que afirmar la imposibilidad de contar con una justicia que garantice dicha pluralidad en el marco global. Pero esto no es todo, el relativismo está tan errado como el subjetivismo. No es la libertad individual desmesurada la que tiene que estar por sobre la comunidad, no es una competencia, del todo o nada, entre subjetivismo y relativismo. Un universalismo bien entendido no hace referencia a la posibilidad escéptica y subjetiva de anteponer la propia opinión como última ratio de la verdad moral. En realidad, la salida al problema viene por otro lado.

            No todo es cultura y vida social. Existen bienes, que como ya adelantamos, no son inventiva humana, al menos no hasta ahora, bienes sin los cuales no podría haber cultura alguna, ya que hacen a la posibilidad misma de ser humanos. La satisfacción de necesidades básicas para la vida, la salud y el medio ambiente sano, no son construcciones subjetivas o estándares culturales. La comunidad cultural no está, ni tampoco puede estar a la altura, ni por sobre la autoridad que le compete a la humanidad toda, y está de más decir que incluso la humanidad misma, está desconociendo normas, que al ser declarativas de bienes globales irremplazables, no hace otra cosa que perjudicarse a ella misma, y por ende, a su entorno. Precipitándonos en masivas extinciones que embargan nuestro futuro. Las normas declarativas ponen sobre papel aquello que ya es un hecho, mientras que las normas constitutivas crean hechos, o situaciones nuevas, del acuerdo común entre las partes.

            Las normas, son por definición, pactos intersubjetivos creados por medio del diálogo enderezado al entendimiento común. Existen para garantizar o crear aquello que es bueno para las partes, pero hay normas que no por nada, no deben estar bajo escrutinio, al menos no en las actuales circunstancias, porque ellas mismas no han sido creadas por voluntad humana, al menos no hasta este momento, sino que son declaraciones de aquellos bienes que todos requerimos, y de los cuales nadie ha podido prescindir. Bienes necesarios incluso para pensar en la realización de cualquier diseño.

            Dijimos que el relativismo, aunque no cae en los vicios del escepticismo, siendo similar al subjetivismo, aún es corto de miras porque como vimos, la comunidad de hecho se extiende más allá de cualquier frontera cultural o política que podamos crear, pero lo paradójico es que esas fronteras que hemos creado, han demostrado ser inútiles y hasta contrarias para los propósitos por los cuales han sido levantadas. Desde hace mucho tiempo que las fuerzas transnacionales y los desastres medioambientales cruzan todo tipo de límites, y no verlo es, o ser miopes, o permitir que siga ocurriendo. Del mismo modo pasa con nuestro planeta, la biosfera. Ella no reconoce límites humanos, y pretender protegerla, o hacer un uso responsable de sus bienes, no puede ser competencia soberana, libre o subjetiva de los Estados, y la comunidad internacional tampoco debería seguir permitiendo actos que perjudiquen y embarguen aún más la vida en el mundo, porque incluso ella, la humanidad toda, tampoco ha podido independizarse de su entorno.

            El universalismo no es la mejor opción por descarte, y tampoco implica el mantenimiento del statu quo. Un universalismo bien entendido implica constante transformación en progreso de la humanidad, es el principio, el medio y el fin de la modernidad. Nos recuerda que más allá de toda retórica, de toda cultura, construcción teórica o forma de vida, somos una especie que comparte el equilibrio de vida en este planeta, el cual a su vez depende del sistema solar, y este otro de la galaxia, y en último término todo depende de esto a lo que hemos llamado universo, que aunque no comprendamos, y estemos aún muy lejos de saber qué es lo que es en sí mismo, si tuvo origen, si tendrá fin, si tiene límites. Al menos sabemos que somos unas de sus partes, las que además, no se han podido escindir.

            Con esto venimos a poner un poco de orden en una vieja discusión que ha tenido lugar en la filosofía, y tiene que ver con nuestra cognición. Porque si hablaremos seriamente acerca de justicia, acerca de poder, es porque necesariamente tendremos que hablar sobre ciencia, sobre mundo, pero por sobre todo sobre cognición. El universalismo bien entendido es la única ética realmente cognoscitiva, representa un aprendizaje e integración consistente con respecto a las éticas predecesoras. Implica un nuevo capítulo en nuestra historia como humanidad. El universalismo es de larga data, Kant es el primer referente moderno. Sin embargo, acá intentaremos explicar por qué es momento de darle nuevas bases a estas actuales y remotas normas.
El origen contemporáneo de las controversias en la filosofía moral y política

            Se suele decir que Kant pone fin a las discusiones entre dogmatismo y escepticismo, marcando los límites de la razón. En teoría, todo lo que creemos es real, no es más que lo que hemos creído, o nos han hecho creer es real, lo real en sí mismo es inaccesible a la razón. Interpretamos lo que observamos por medio del lenguaje y los conceptos que tenemos. La mente nos da una imagen tentativa de lo que creemos es cierto, luego las convenciones transforman estas imágenes en conceptos válidos. Todo conocimiento es hipotético, sujeto a críticas, conjeturas y refutaciones, permitiendo así que nuestras imágenes cambien. A esta teoría del conocimiento se la denomina constructivismo, y aunque su origen moderno proviene de Kant, se apartó del mismo, de sus categorías, de su fe en las ciencias físicas. Hoy se afirma que somos nosotros quienes construimos la realidad. Que el caballo es un caballo porque decidimos llamarlo así, y que todo nuestro entendimiento con respecto a él, no es una descripción exacta de lo que en verdad es, sino hipótesis sometidas a constantes refutaciones y cambios.

            No obstante Kant, preocupado por reservarle un lugar privilegiado al universalismo moral, dice que existe un conocimiento verdadero que no necesita ser contrastado empíricamente, motivo que lo excluye de los vicios de la razón. Recordemos que la razón no puede acceder a la cosa en sí, al noúmeno, sino que sólo al fenómeno. Nos aproximamos subjetivamente a la realidad en sí, sintetizamos e interpretamos lo que sensiblemente percibimos. Al ser los juicios morales evaluaciones del sujeto sobre el sujeto mismo, son a priori de toda experiencia, no hay una relación sujeto-objeto en ellos, su verdad o falsedad no son como los juicios a posteriori que hacemos sobre el mundo fenoménico, sobre la experiencia posible, contingentes y particulares, sino que son necesarios y universales.

            Sin embargo, pensando Kant en que de esta manera solipsista resguardaría al universalismo moral del falibalismo, fue la separación que hizo entre el conocimiento a priori, del conocimiento a posteriori, lo que luego le dio las herramientas a sus críticos para cuestionar su filosofía, y esto fue muy comprensible. Es extraño predicar la verdad de un juicio cuando no podemos apelar a la experiencia para ello, sino que sólo contamos con las intuiciones que presumiblemente se creen universales. Tras la ilustración, el culturalismo y el postmodernismo en general, han desenmascarado la objetividad de las teorías occidentales, las que reflejan valores intrínsecos de una cultura. Kant mismo sentó las bases para poner al conocimiento en la cultura, en el imaginario colectivo. Ahora todo es puesto en duda, no existiendo verdades, siendo lo que creemos es real aquello que hemos construido como tal.

            El conocimiento en general es hipotético, estando sometido a constante cambio, y es esta condición la que lo hace razonable, a diferencia del dogmatismo que se presenta como incuestionable, siendo símbolo del engaño, del estancamiento y del autoritarismo, motivo por el cual todo conocimiento que se presenta como verdadero, es aquel del que más hemos de desconfiar. Si no hubiese sido por el dudar de lo que nos viene dado, no tendríamos la herencia que tenemos, y mucho menos las chances de poder explorar y conocer aún más.

            El carácter falible del conocimiento, que siendo su pilar fundamental, aún débil y constantemente amenazado. No obstante, no debe conducirnos a contradicciones de primer acercamiento. Si todo es falible, entonces el carácter falible del conocimiento: ¿también debe serlo? En teoría, el conocimiento es hipotético porque no hemos alcanzado la verdad última sobre las cosas, y aunque creamos que lo hicimos, no tendríamos que cerrar las puertas a la crítica, ya que podríamos habernos equivocado, y si la verdad es tal, sólo la práctica de la crítica puede mantenerla en su lugar. Pareciera ser la crítica entonces una verdad epistemológica, una verdad necesaria en la teoría que predica la falibilidad de todo conocimiento. Sin embargo, ¿es acertado sostener el carácter hipotético del conocimiento por medio de una verdad incuestionable?

            Sostener la falibilidad del conocimiento, encierra entonces una verdad en sí misma, esta es que todo conocimiento es hipotético, y como tal nos manda a cuestionarlo. Toda afirmación implica necesariamente una negación, y toda negación necesita asimismo de una afirmación, sin la cual no se completa su estructura lógica. Olvidar esta dualidad, o no indagar en ella, es un error muy común que nos conduce a lo que llamamos contradicciones de primer acercamiento. Kant fue muy conciente de esto, por eso distinguió los juicios a priori, de los juicios a posteriori, siendo los primeros, la condición necesaria para que puedan existir los segundos. Si todo el conocimiento que tenemos sobre las cosas, son una imagen que construimos de ellas, es porque en verdad no podemos conocerlas de un modo objetivo. Si no fuera porque aceptamos la premisa de que no nos es posible acceder a las cosas en sí, sino que únicamente por medio de la razón, no podríamos sostener el carácter falible del conocimiento.

            El conocimiento científico es hipotético, pero para que pueda ser tal, necesita una base incuestionada. A la ciencia como teoría le corresponde una epistemología particular, la que se posiciona por sobre esta, en un nivel metateórico, proporcionándole sus reglas. En cambio Kant, dividió los juicios como si estos pertenecieran a reinos separados. Los juicios de la razón práctica, nada tienen que ver con los juicios de la razón pura. Esta separación de la razón es la que le permitió defender la falibilidad del conocimiento, al mismo tiempo que la universalidad de la verdad moral categórica. Dicotomía traspasable a la relación sujeto-objeto, natural-social, hecho-idea, bueno-justo, yo-nosotros-ellos-eso.

            Sin desmerecer al maestro de la modernidad, creemos que la desconexión que se hizo entre estas categorías, entre los juicios a priori de los juicios a posteriori, sirvió para que los primeros pierdan toda fuerza fáctica, haciendo razonable las críticas contra las éticas kantianas, acusándolas de estar desvinculadas, de carecer de fundamentos últimos, y por lo tanto de ser pobres motivacionalmente. El conocimiento hipotético pasó entonces a valer en sí mismo, olvidando o relegando a la epistemología que los fundamenta, apartándola como mera filosofía.

            La tradición kantiana, pese a su trascendente e importantísima influencia, se encuentra con un difícil problema. La moral deontológica es demasiado formalista, presume de su imparcialidad, pretende estar desconectada de todo contenido ético. Dice ser el proceso que permite el florecimiento de las éticas, y esto es cierto desde un punto de vista lógico, de ahí su plena vigencia. Pero a la hora de fundamentar sus premisas recurre al origen mismo de la razón práctica, el cual no es otro que la apelación a intuiciones, o al deber de que todos los seres humanos seamos igualmente libres, seres autónomos. Es aquí donde las éticas kantianas son combatidas por todos aquellos que insisten en que ser libres e iguales es deseable desde un contexto cultural dado, pero no es ni expresión unívoca entre las distintas cosmovisiones, ni mucho menos descripción de lo que en los hechos ocurre con los humanos. Así el universalismo es puesto como una entre las tantas éticas, no siendo un parámetro común. Todo intento por levantarla como jueza global es visto como acto de colonialismo, de injerencia, de etnocentrismo, de antropocentrismo, de igualar aquellas diferencias que demandan valor, protección y respeto. Pero, ¿es la diversidad un valor absoluto, o ella requiere de normas que la protejan, promuevan y garanticen?

            Ni Habermas está exento de críticas. La fundamentación de la ética del discurso recurre a las intuiciones básicas de la razón práctica, las que estando separadas de las intuiciones empíricas de la razón pura, no tienen más remedio que afirmarse como dogmas. El universalismo moral es fuerte teóricamente y cuenta con supremacía normativa. No obstante está duramente cuestionado, pero lo gravoso es que carece de fuerza motora que lo haga efectivo, y la razón de esta falencia no es que efectivamente esté sentado sobre bases dogmáticas, de ser así no sería falencia, y satisfechos tendríamos que estar con asignarle el lugar de una entre las tantas éticas, pero este remedio no sólo deja al mundo sin justicia, sino que además es poco sensato. En el origen mismo de la humanidad encontramos al universalismo moral, sorprendentemente desarrollado, y lo que no es menor, ubicado en la cima de todo orden natural, social y político.

            En su búsqueda de objetividad, la ciencia moderna se divorció del Estado y de la religión. Necesitaba mostrarse neutral frente a cuestiones metafísicas, su emancipación ha estado llena de luchas aún inconclusas. Algunos dicen que la renuncia a pretender objetividad fue su gran victoria, otros dan cuenta de como los dogmas metafísicos y reglas del mercado la siguen estructurando. Desdibujando toda garantía que yacía en ella, evidenciando su derrota ante el triunfo de los grandes grupos económicos privados. La democracia interna, y el respeto universal a los derechos humanos, nunca dejaron de ser un relato necesario. El velo que cubre a las reales normas del sistema.

            La ciencia no se libró entonces de los dogmas, de los límites que le han impedido abocarse por completo a la búsqueda de la verdad. Es más, sus logros y avances le costaron un alto precio. Se ha tenido que conformar con manejarse dentro del marco del sistema. Viéndose, salvo unas cuantas excepciones, desvirtuada y opuesta a sus fines. Esta coyuntura no está aislada, se manifiesta epistemológicamente en un fuerte dogmatismo neopositivista, éticamente subjetivista, enfrentado por el escepticismo como único adversario acreditado. Es paradójico ver a la ciencia recluida por dogmas que parecen incuestionados. La ruptura con la filosofía, el falibalismo corto de miras, junto a su dependencia financiera. La conducen inexorablemente hacia la promoción de aquello de lo que se pretendía liberar.

¿Realmente son importantes este tipo de problemas filosóficos?

Vivimos tiempos difíciles, el fin del milenio estuvo marcado por la hegemonía de una estructura insostenible, aunque aplicada y defendida. El neoliberalismo económico, conceptualizado por algunos de neo-imperialismo. Ya desde los años setenta, el fracaso del sistema acordado en Bretton Woods, los altos costos de las políticas exteriores de las grandes potencias, han significado además del mantenimiento de las hostilidades, un ahondamiento de las crisis, sumado a un resurgimiento de los fundamentalismos religiosos y nacionales. Denunciándonos los errores, la improcedencia, e imprudencia de las políticas, y por sobre todo, de las ideologías que les han servido como guía. Las mismas que se lograron imponer para levantar las actuales instituciones.

Las crisis sistémicas económicas, financieras, políticas, sociales, ambientales, humanitarias, culturales los conflictos endémicos en los países menos adelantados, las crisis de deuda, primero en los países productores, principalmente de recursos naturales, y ahora en los países desarrollados de Europa Occidental y en Estados Unidos. La emergencia de nuevos centros de financiación, desarrollo y producción. Sin mitigar, sino que al contrario, profundizando la crisis en toda la estructura social, a la cual Beck llama como: “Sociedad del Riesgo Global”, visible en innumerables hechos, como en la amenaza de un colapso ambiental con consecuencias irreversibles, en el aumento de la pobreza y de las pandemias en el mundo, en las crisis alimentarias, en las crisis energéticas, en las guerras de guerrillas, rebeliones o insurrecciones y en los diversos tipos de terrorismo. En la delincuencia organizada, en la amenaza de una eventual y apocalíptica guerra nuclear, en las guerras radiológicas, químicas y biológicas, en las interminables, y al parecer planificadas crisis financieras transnacionales. En la pérdida de legitimidad, producto de un uso maleable del derecho, sobre todo del internacional, en la emergencia de bloques regionales, económicos y políticos, de grandes fusiones privadas, las que pasan a constituir megacorporaciones, monopolitos y oligopolios, cada vez más grandes y fuertes, con dimensiones, en términos de poder, ya muchísimo mayores a la de la concertación de los Estados.

            El aumento de las relaciones a jurídicas, paralelas a la ley, evidencia la coexistencia de dos sociedades, de dos realidades, incluso dentro de los mismos Estados. La estratificación social y el multiculturalismo, evidencian un proceso contradictorio entre integración planetaria y exclusión social. La estructura asimétrica de las redes de interdependencia, entre los países del norte en cuanto a los del sur, el fracaso en el logro de las políticas comerciales, y de las demás políticas acordadas en instancias multilaterales, la transmisión de conflictos internos entre los Estados, evidenciando la ficción de las fronteras, las diferencias culturales y resaltando las demandas comunes. La inmigración masiva y su instrumentalización, la expansión y rápida evolución de los medios masivos de comunicación y de la red informática transnacional. La ineficiencia de las organizaciones internas e internacionales, la lentitud de su proceso de institucionalización. La pérdida de gobernabilidad en los Estados soberanos.

            Todos hechos globales, públicos y de urgente tratamiento. Hechos que parecen ser el costo necesario para los supuestos beneficiados del sistema, o los medios para mantener y alcanzar los fines de los competidores por el poder sobre el planeta. Sin embargo, no necesitamos ser más racionales de lo que somos para ver hasta donde hemos llegado y hasta donde podemos llegar. Esto es así, ya que el sistema somos todos, y no una fracción a la cual podemos, como observadores externos, simplemente imputar responsabilidades.

            Momento culmine este de la civilización, en el que nos encontramos ante la dura encrucijada de actuar de conformidad con la justicia universal de una libertad bien entendida, que respete la diversidad, la sustentabilidad, que garantice la no violencia, la igualdad de oportunidades, el acceso universal a los derechos de primera, segunda, tercera y cuarta generación. Garantías efectivas a la independencia e imparcialidad en la resolución de controversias, una mayor participación democrática de acuerdo a un derecho legítimo. Una justicia que arraigue en la identidad gracias a la educación, a la creación de conciencia de nuestra cósmica naturaleza.

            Sin un cambio en este sentido, la incertidumbre se vuelve certidumbre del caos. La humanidad pugna entre su autosalvación, o su autocondena como especie incapaz de adaptarse, precipitándonos en la catástrofe, que sin un cambio en nuestro actuar-pensar, lejos de conducirnos hacia una evolución trascendental, acabaremos con este intento de nosotros llamado humanidad.

Propuesta de resolución

            El laberinto tiene una salida. Cuando reconocemos la importancia fundamental de la epistemología, logramos vencer a las contradicciones de primer acercamiento, abriéndose ante nosotros el análisis de la metateoría, de los fundamentos de las ciencias, instancia que lejos de estar exenta de toda experiencia, se nutre y sostiene gracias a esta, configurándose un sistema de comunicación y aprendizaje mutuo, entre teoría y metateoría, y entre ambas con la práctica. El conocimiento hipotético se justifica entonces, en el hecho de que no somos conocedores de las verdades últimas de la naturaleza. Toda teoría debe ser tenida como válida si, y sólo si resiste a sus críticas, pero jamás por verdadera atemporalmente, ya que nada nos asegura que no pueda llegar a ser refutada en el futuro. La verdad presupone un conocimiento, que además de ser validado por el escrutinio epistémico, implica una certeza tal, que por su naturaleza, por la forma en como está estructurada, excluye toda posibilidad de refutación alguna, y no porque sea inmutable. Decir que aún no somos conocedores de las verdades últimas de la naturaleza, es una verdad en sí misma, porque la forma en como están estructuradas sus premisas, nos habla de un hecho actual que permite su alteración en el futuro.

            Si reconocemos que el universalismo moral, como cualquier otra ética, requiere de argumentos que no pueden escapar de la experiencia, advertimos que es posible encontrarle una base sólida, capaz de dotarlo del respeto y de la facticidad que su validez demanda. En este sentido, los presupuestos universalistas de la razón práctica. Estos son: el que los seres humanos son, sin distinciones, libres e iguales en dignidad y derechos, que deben comportarse fraternalmente los unos con los otros, y que están dotados de razón y conciencia. Estas intuiciones no tienen por qué seguir siendo presunciones dogmáticas, sino que bien pueden ser deducidas -y logradas- del único dato objetivo que tenemos de la experiencia empírica. La necesaria convivencia, del carácter cósmicamente interdependiente de la naturaleza, verdad y valor primario que refuta cualquier posibilidad del ser como entidad externa o exenta del vital plexo común.

            Esta solución no puede ser objeto de las críticas que han sido formuladas contra el realismo ético. Es cierto que no podemos derivar enunciados del ser al deber ser, pero la regla vale para las derivaciones simples, no para las fundamentadas. Decir que necesitamos respirar para vivir, y que hasta el momento no hemos podido dejar de hacerlo, sin dudas nos dice que la calidad del aire es un bien universal, que hace a la salud y al desarrollo sustentable. Entonces bien podemos deducir, que todos los seres humanos tenemos derecho a un medio ambiente sano. Esto es, que estamos obligados a cuidarlo y garantizarlo. Los presupuestos normativos de la razón práctica, reformulada ahora en razón comunicativa, no son sólo intuiciones, sino que también corresponden a consecuentes lógico-empíricos de nuestra necesaria convivencia.

            Desde tiempos inmemorables, a lo largo de la historia humana, han existido principios universales de justicia, que en esencia han permanecido inmutables. Expresados de distintos modos, en distintas lenguas, siempre como partes de cuerpos normativos más amplios. Solemnes declaraciones prescriptivas que no corresponden a la competencia de ningún legislador. Tal vez han sido el resultado de un sentir común, de una añoranza existencial, de aquello que nos liga, y que por lo tanto, debería ser el fundamento que nos hace humanos.

            Detrás de todas las banderas del mundo, de todos los símbolos religiosos y políticos, de las organizaciones públicas y privadas, siempre los fundamentos, los emblemas, propósitos y principios, han sido esencialmente los mismos. Porque en realidad, no puede haber división o frontera que nos separe de aquello que nos hace humanos. Es momento de ver más allá de las limitaciones tradicionales, de levantar los muros y salir al encuentro con nuestros valores compartidos.

            Creemos que estos principios de justicia universalmente válidos, guías imprescindibles en cada situación concreta, pueden ya ser cristalizados en siete conceptos abstractos, aunque experimentables empírica y vivencialmente. Respeto universal a la igual libertad de todos, norma que de cumplirse, implicaría el alcance de una paz positiva y sustentable. Sin embargo, tales propósitos no podrán hacerse realidad, sin que podamos primero superar toda noción que va contra nuestra fáctica indivisibilidad. Sin sentir un profundo amor, capaz de trascendernos como humanidad, el que sólo puede esperarse de quienes se han reconocido como indivisibles de su cósmica naturaleza, no podremos acceder al objetivo punto de vista moral como imparcialidad, necesaria para hacer real esta idea de justicia.

            La libertad se fundamenta en el hecho de la diferencia. Somos libres de ser la persona que somos y de explorar nuevas identidades, de imaginar y construir nuevos rumbos, de ensayar y errar, de aprender. Pero esa libertad la tenemos todos por igual, y así como debe ser garantizada la nuestra, debemos respetar y promover la de los demás, incluida todas las condiciones que la hacen posible. La libertad entonces, no es un concepto metafísico, es el marco normativo necesario para ordenar la conducta de quienes comparten necesariamente un mismo plexo de vida.

            La justicia no prevé todos los casos y contextos concretos, no puede ser independiente de lo bueno, ni estar desvinculada de las formas de vida particulares. Una justicia que no sea al mismo tiempo motor de la conducta, simplemente deja de ser justa, pasando a ser útil a los intereses contrarios a ella. Una justicia que no arraigue en la identidad, que no sea promovida por medio de la educación y las prácticas sociales, que no tenga por objetivo primario la prevención, por medio de una cultura de paz, estará condenada al fracaso, o al más lamentable de sus costados, el de la justicia retributiva. Una justicia que no apueste primariamente por su realización no coercitiva, jamás podrá considerarse plenamente cognoscitiva.

            La más plausible de las éticas esbozadas, la ética del discurso. Ha sido criticada desde varios frentes, pero el que creemos la tiene cercada, es paradójicamente su elemento virtuoso, los diálogos abiertos según el principio del discurso. No podemos debatir eternamente sobre los presupuestos comunicativos, menos teniendo temas controversiales de urgente tratamiento. No es necesario poner todo en tela de juicio para hacer plausible una teoría democrática de la justicia. Tal presunción la vuelve irrealizable, condenándola al sustituto imperfecto que fácilmente se puede doblegar contra sus objetivos primeros.

            La falta de practicidad y fundamentación de los presupuestos éticos discursivos, no tienen que ser subsanados por medio del discurso mismo. La justicia puede ya integrar sus aspectos, deduciéndola de la necesaria convivencia, quedando los discursos prácticos justificados dentro de una teoría más amplia que los estructura y delimita, haciéndolos razonables y realizables. De esta forma la Justicia sería ante todo Principio del Derecho, adquiriendo forma heptagonal, siendo cada lado representado por los conceptos que la conforman necesariamente en su conjunto. Justicia ahora es unión inescindible entre los valores y principios universales del amor, la paz, la igualdad, la libertad, la sustentabilidad, la imparcialidad y la indivisibilidad.

            Toda regla que pretenda validez, tendrá raigambre en el heptágono de la justicia. A diferencia de antaño, la justicia no se presenta en forma de mandatos, ni de prescripciones negativas, ni de extensos textos legales que pretendían prever todas las situaciones, sino que de esta forma creemos es posible deducir a las instituciones primarias, indispensables para estructurar un realizable consenso deliberativo. El gobierno legítimo, conciente de los peligros de la demagogia, de la plutocracia, de la autocracia, estará subordinado a un derecho que no permitirá su propia negación. Porque el derecho es el principio, el medio y el fin de toda política.

            La expresión legítima de la voluntad, el ejercicio de la soberanía, han de ser congruentes con la Justicia. Ni el voto popular, ni la representación política facultativa, ni la toma de decisiones por mayorías, pueden seguir sosteniéndose como sustitutos del legítimo escrutinio público, de un consenso deliberativo conforme al principio del derecho. No pueden ser validos los actos que contravengan los principios universales de justicia. No hay libertad, ni competencia, ni facultad, ni inmunidad, ni soberanía que pueda levantarse como excusa ante el incumplimiento de los derechos y obligaciones universales. La institucionalización de la justicia será fortalecida por medio de la internacionalización del derecho constitucional y de la constitucionalización del derecho internacional, integrando los aprendizajes de los distintos sistemas y jurisdicciones, incrementando la capacidad real de hacer efectivas sus resoluciones.

            Sin la conciencia compartida como partes del mismo plexo de vida, no podremos volver a ligarnos fraternalmente para fortalecer las normas que nos cruzan como individuos. El amor como profundo sentir, como inmensurable fuerza, como plena gratitud, como satisfacción universal que nos une a la naturaleza, al otro, a sus necesidades e intereses. Sólo puede florecer desde un marco existencial común que trascienda los dogmas reinantes: individualismo, sexismo, clasismo, racismo, nacionalismo, etnocentrismo, antropocentrismo y a la idea de familia como núcleo. Insistiendo vehementemente en que todo concepto que pretenda contrariar nuestra interdependiente naturaleza, ha sido la principal causa de los mayores flagelos humanos.

            Convencidos en que el simple hecho de ser partes inseparables de esto a lo que hemos llamado universo, es un dato empírico-objetivo y fundamental, que demanda urgente ilustración, ya que desde él podemos deducir, y con carácter de verdad, principios universales de justicia. Es decir, una idea del derecho en sentido fuerte, estructuradora de nuestro conocimiento, de nuestras instituciones. Poniendo fin a las principales disputas, y dotando de autoridad general, a una esclarecida teoría del conocimiento, la que de ahora en más, será también base sólida para una consistente teoría del derecho.

            El mundo nos llama, primero a organizarnos de manera local e internacional al mismo tiempo, de manera común, garantizando nuestra sustentabilidad en el planeta, multiplicando las instancias asamblearias de carácter legislativo en todo nivel. Para luego de haber aunado fuerzas, podamos seguir explorando, con mayor honestidad y dotados de real fuerza, aquello que aún nos guarda la naturaleza, avanzando en nuestro crecimiento evolutivo. Sin dudas, la unión, la integración planetaria, la paz y el bienestar de los pueblos, serán la base desde la cual podremos pensar en un renacer que vaya más allá de las estrellas. Sin unión en la verdad, la que no es otra cosa que unión en la justicia, no habrá trascendencia alguna para una humanidad, que siendo capaz de ir más allá de este planeta, aún está atrapada en una adolescencia tardía, que la reta a su misma subsistencia.

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