La
presente investigación pretende dar luz sobre uno de los temas más
controversiales a lo largo de la historia. Qué es la justicia y cuál es la
relación de ésta con el mundo, en especial sus vínculos con el derecho y la
política. Sin pretender ser un análisis exhaustivo de las distintas teorías que
se han desarrollado sobre el tema. No obstante, intenta aportar al debate haciendo
hincapié en los puntos más álgidos en las discusiones en torno a la filosofía moral
y política, a las intrincadas relaciones entre conocimiento, poder y derecho.
Partimos
del hecho, de que no ha sido posible dejar de convivir. La interdependencia no
es un modo de relación, sino elemento constitutivo de toda subsistencia.
Aquello que entendemos por orgánico, no podría ser tal, sin aquello que
entendemos por inorgánico. Toda especie, e individuo que catalogamos, no puede
existir de manera aislada e independiente del resto, del entorno. Las
clasificaciones tienen fines teóricos, son indispensables para comprender el
mundo, pero no son constitutivas del mismo. Cualquier división que separe a un
organismo de otro, no es más que una parcelación que hacemos del universo. Así
como las fronteras del mapa dividen la Tierra, en los hechos sabemos, no sólo que
estamos conectados, sino que hasta el momento, no hemos podido escindirnos. El
coexistir no implica la aceptación de una dogma metafísico, todo lo contrario.
Es el único dato objetivo que tenemos de la experiencia posible.
Aunque
no sepamos que somos, o que es la naturaleza en sí, insistiendo en la imposibilidad
de ser observadores independientes. Justamente porque somos partes del mundo,
es que hay una verdad objetiva e irrefutable, y esta es que somos todos partes
del mismo plexo de vida. El no poder acceder a las cosas en sí, al noúmeno, no
es impedimento para afirmar su existencia como tal, que aunque inaccesible en
profundidad, conocimiento suficiente para aseverar que las líneas que tracemos,
serán para dividir lo que no ha sido posible dividir. Que dos cosas, son dos
cosas porque así las ensayamos, así las definimos y así las comprendemos, pero
que en realidad, esas dos partes, aunque distintas una de la otra, no existen
en sí mismas como cosas aisladas e independientes, sino que la verdad es que
coexisten necesariamente.
La
coexistencia parece ser entonces, al menos hasta ahora, no sólo irrenunciable,
sino que verdadero dato objetivo sobre nosotros mismos, sobre la naturaleza en
sí. Pasando a ser principio epistemológico y fundamento último de toda teoría
que pretenda verdad, y de hora en más, que pretenda justicia. El no saber qué
son las estrellas, no significa que tengamos que dudar de su existencia. Que puedan
ser una cosa, u otra, o ambas, o ninguna de ellas, no nos está diciendo que tales
fenómenos correspondan exclusivamente
a nuestra mente. Del mismo modo, el no saber lo que verdaderamente somos, o lo
que verdaderamente es el planeta, no implica que nuestra existencia, que la
existencia del planeta, estén puestos en duda.
Pero
esta verdad no termina acá. No sólo sabemos que estamos, aunque no logremos
entender que somos realmente, sino que además tenemos certeza de que somos necesariamente
partes de todo lo que hasta ahora sabemos existe. No comprendemos aún qué es todo
esto, tal vez nunca lo entendamos, pero no hay dudas de que coexistimos gracias
a que estamos inmersos, como partes inescindibles, en esto que llamamos
universo. Inmensidad aún profundamente desconocida, pero de la que, además
también sabemos, está en constante movimiento.
La
toma de conciencia de que el individuo, la nación, la especie, o de que cualquier
idea de lo que somos, que nos separe del entorno, del otro, son entonces
contrarias a este dato objetivo. Falacias sostenidas pero decadentes, resabios
de lo que en su momento fue apropiado para crecer y dejar atrás a las
instituciones que fueron insostenibles argumentativamente, pero las que ahora
pasan a ser ellas mismas las que no logran sostenerse. La modernidad se levantó
como crítica de toda dogmática, antepuso la duda frente a toda supuesta verdad,
de ahí que se haya iniciado como el renacer de la razón. La modernidad fue -y es- un llamado a la reorganización de
los pueblos, de acuerdo a lazos concretos, distintos a los tradicionales mandatos
de antaño. Pero la modernidad no es estanca, implica su constante revisión,
motivo suficiente para permitirnos replantearnos las instituciones de nuestro
mundo. La postmodernidad es así producto del proceso moderno, reitera su
nombre, implica y requiere de sus bases, las mismas de las que hoy nos valemos
para esclarecer nuestros conceptos.
La
pertinente focalización que hacemos en la diferencia, fundamental para desprendernos
de instituciones que han demostrado ser nocivas, no debe ser apuntada como la
causante de los males modernos. Es más bien, la inconsistente desconexión, que
a veces se sigue de la diferenciación, el problema que hoy nos demanda
resolución. El que una cosa, o persona, sea distinta a otra, no quiere decir
que no estén unidas interdependientemente, como partes mutuamente necesarias
del mismo plexo de vida. Es así como tampoco el reconocimiento de nuestra necesaria
convivencia, significa una igualación trascendental, que niegue al otro en su
otredad. La coexistencia supera la existencia, no es la imposición de uno sobre
otro, pero también supera la idea postmoderna radical de diferenciación. Aquella
que ve en el otro, una suerte de paradigma inconmensurable, o una
irreconciliable desconexión. El equilibrio no es entonces resultado de algún
valor absoluto, sino producto de nuestra ineludible experiencia recíproca.
El
convivir es más que decidirnos a dialogar, es más que estar dispuestos a
encontrarnos. Es aceptar que no tenemos alternativa. Es entender, de una buena
vez, cual es el principio de toda subsistencia, y como tal, de toda teorización
y vida social. El Principio del Derecho, es la raíz misma del conocimiento, siendo su humus, el hecho de la necesaria convivencia. Verdad y valor
primario, constituyente de la norma de la libertad, fuente de los derechos y de
las obligaciones universales, validez de nuestro conocimiento y base
arquitectónica de todas nuestras instituciones. Implica un nuevo estadío
evolutivo de comprensión y ejercicio del poder, en donde al haber éste
encontrado su lugar, conforme a un derecho que reconoce su principio en un
fundamento ético y epistemológico común, la política es elevada a la máxima que
resulta de la participación de todas las fuerzas.
Las
discusiones en torno a la naturaleza de la justicia
Hay
cuatro principales formas de entender aquello que llamamos justicia,
íntimamente relacionadas con la epistemología. Formas que a su vez tienen
grandes implicancias en la concepción que tenemos de nosotros mismos y de lo
que nos rodea. Es decir, marcos distintos para entender y ejercer el poder. Escepticismo
ético, subjetivismo ético, relativismo ético y universalismo ético compiten
metaéticamente, en una suerte de gradualismo epistemológico, que va desde el no
cognitivismo hacia las propuestas más cercanas al cognitivismo.
Para
Hume la razón era incapaz de motivarnos hacia una conducta moral. El que pueda
ayudarnos a decidir la verdad o falsedad de una proposición, interviniendo en
la relación de los hechos con las ideas, no significa que pueda servirnos para
la experiencia moral, la cual es sustancialmente distinta. La moralidad no nos
habla acerca de hechos corroborables, sino de expresiones emotivas o pasiones
humanas. Son nuestros sentimientos los que nos obligan a actuar de acuerdo con
lo bueno o lo malo, aquello que nos causa placer o dolor. La razón puede
expedirse sobre el ser, no sobre el deber ser. Lo verdadero, lo falso, no es
equivalente a un mérito o a una falta, en base a lo moral o inmoral. Los
juicios de la razón no declaran el bien y el mal, como la moralidad tampoco
puede hacerlo con respecto a lo verdadero y a lo falso. A esta dicotomía se la
ha conocido como el problema del ser y del deber ser. A la supuesta
imposibilidad de deducir enunciados del ser al deber ser.
La
ética es expresión de lo que sentimos, más no de lo que pensamos y juzgamos. Toda
moral del sentimiento, incluida la benevolencia, de llegar a dar sentido a los
términos morales, no puede brindarnos conocimiento alguno. El sentido moral,
como expresión de las pasiones, es entonces ininteligible. No obstante el
escepticismo metaético de Hume, desde un punto de vista normativo, si defendió
el cumplimiento de la ley, pero para fundamentar su posición, recurrió al
principio de utilidad, porque para él la justicia, de existir, tiene por único origen
al egoísmo humano, siendo la generosidad para con los otros, limitada y
circunscripta a nuestro interés personal, a nuestros deseos, y como tal,
imposible de ir más allá de nuestros allegados. Por más que deseemos desear
algo distinto, la racionalización de nuestras prácticas, no son suficientemente
fuertes como para guiar la conducta. Hume no pudo explicar su descreimiento del
conocimiento moral, mientras defendía una idea utilitarista de la misma. Al
parecer, no hay filósofo moral que no termine proponiendo un sistema ético, el
problema ha estado cuando intentan fundamentarlo.
El utilitarismo
escéptico del sentido común de Moore, aportó a la discusión con su famosa falacia naturalista, diciendo que todos
los filósofos antes de él cayeron en esta, aunque como veremos, él mismo
cometió el error del cual pretendió librarse. Básicamente, la falacia nos dice
que las proposiciones morales no pueden ser reducidas natural o metafísicamente.
Ni la apelación a los sentimientos, ni la apelación a una ley natural racional,
solucionan el problema de la fundamentación de los juicios de valor, porque
dichos intentos implican un argumento circular. Lo bueno no puede ser bueno
porque es lo que siento, tampoco puede serlo porque es lo que intuitivamente
creemos que es. Dichas filosofías son simples repeticiones circulares y tautológicas
de las que paradójicamente el mismo Moore no pudo escapar. Su sentido común de
la utilidad, no logró fundamentarse sobre bases distintas que la apelación a lo
que intuitivamente creemos es lo bueno. Sin embargo, su aporte fue genuino,
mostró cómo los valores morales no se justifican sólo en la felicidad, o en el
placer, sino que también pueden ir contra nuestra utilidad individual,
valiéndose en este caso de propiedades ideales de la ética o intuiciones
morales.
El subjetivismo
ético parte de las mismas bases epistemológicas que el escepticismo, descree en
la posibilidad de acceder a verdades morales objetivas. Sin embargo, va más
lejos al intentar superar las contradicciones del primer escepticismo. Mackie,
con la formulación de su teoría subjetivista del error, intentó mostrar como toda
propuesta ética era falsa en sí misma. Al ser imposible predicar verdad o
falsedad sobre tales juicios, siendo la ética un conjunto de normas que se auto
imponen, y que se imponen a los demás, resulta inconsistente cuando las mismas
carecen de fundamentos que las amparen. No obstante, esta dificultad metaética,
Mackie defendió una idea del subjetivismo en sentido amplio. Los juicios de
valor no son propios al sujeto, esto sería afirmar una verdad con respecto a la
fundamentación de la moral. El no poder objetivar los valores significa que no
podemos predicar su verdad o falsedad. La ética es producto de simples convenciones
intersubjetivas, acuerdos que no por el hecho de serlos, quiere decir que estén
fundados en propiedades verdaderas. Las convenciones morales son siempre
hipotéticas o especulativas, cuestión que no obstante, no invalida la moral. Al
contrario, la desobjetivación permite librarnos de errores dogmáticos y
encauzar la validez moral desde un plausible constructivismo social.
Hare
da un paso más con su ética subjetivista, reconoce la imposibilidad de acceder
a verdades morales, pero hace una útil diferenciación entre los usos del
lenguaje. Diferencia el uso descriptivo del uso prescriptivo para concluir que
existen principios universales del habla, desde los cuales estructurar una
teoría ética utilitarista no cognitivista. El concederles a todos igual valor y
actuar responsablemente, son principios que se deducen lógicamente del carácter
prescriptivo del lenguaje. El fin es decidir qué acción puede maximizar la
satisfacción de las partes involucradas. Sin embargo, la validez de los
presupuestos universales del lenguaje prescriptivo, se presentan como una
apelación a la idea de que toda persona racional estaría de acuerdo con ellos,
intentando un tipo de fundamentación distinta a la facticidad, cayendo en una
ética fuertemente normativa, pero pobre metaéticamente.
Para Kant
la moral estaba dada por la voluntad libre de todo sujeto racional, comprometido
con el respeto universal de tratar a los demás como fines y poseedores de la
misma razón y libertad. La igual libertad no podía deducirse de datos empíricos,
y menos de inclinaciones, deseos o sentimientos subjetivos. La libertad era la
condición natural de todo hombre racional, y como tal autónoma, o válida en sí
misma, como propiedad independiente o exenta de toda fundamentación. La ley
moral era así una propiedad pura de la razón. Elabora su principio de
naturaleza práctica, no teórica, motivo que lo dota de un carácter necesario,
categórico y universal. Para todo sujeto es, de este modo obligatorio actuar de
acuerdo al imperativo: “Obra de tal modo
que la máxima de tu voluntad pueda valer siempre, y al mismo tiempo, como
principio de una legislación universal”.
El
fundamento subjetivista por excelencia es la autonomía de la voluntad. Correcto
es todo aquello que decidimos libremente como miembros de una legislación
soberana y universal. La libre voluntad es autónoma, he ahí su corrección y
virtud, pero una voluntad libre puede decidir obligarse, para luego dejar de
hacerlo o, directamente no actuar de conformidad al imperativo, cuestión
imposible desde la filosofía del mismo Kant. Para él primero debemos, y luego
podemos, y sólo así conocemos la libertad. Kant ha ido lejos, marcando su
filosofía un antes y un después en la historia de la filosofía.
La
desconfianza de todo aquello que se impone como bueno, los intereses ocultos
tras las normas que se dicen ser justas, la falta de una fundamentación última,
desde la cual afirmar la verdad de los juicios de valor, Los fallidos intentos
y demoledoras consecuencias que ha demostrado todo intento de realismo o
naturalismo ético, son algunas de las razones por las que escépticos y
subjetivistas, intentan modelos éticos que no se afirmen en enunciados
veritativos. En definitiva, el subjetivismo es el acreedor más importante de la
filosofía moral contemporánea, pero su altísima valoración, no ha sido
suficiente para unificar aguas, y así como es defendido, es también el centro
de las críticas.
Es
paradójico ver como el mismo Kant ha sido quien defendió con más énfasis una
idea del Estado de derecho cosmopolita, garante de la libertad y la paz
mundial. Claro que para no entrar en contradicciones, este ideal sería el
resultado de una larga y pedregosa evolución, en la cual la humanidad tendría
que cruzar por difíciles pruebas que la forzarían a limitar la libertad
política, hasta el punto de hacerla coincidir con la libertad moral. Sería la
naturaleza como fuerza providencial, la que nos obligará a progresar y alcanzar
el fin último de la historia.
El relativismo
ético ha sido el principal crítico del subjetivismo. Es hijo de la
postmodernidad, crítica por excelencia del pensamiento moderno ilustrado. El
relativismo explica las normas como construcciones sociales que dependen del
contexto de vida e histórico particular. Las normas se entienden y fundamentan,
desde consideraciones últimas de valor, que cobran vida dentro de cada
comunidad cultural. Para Taylor, la moral es la propia de cada pueblo, es aquella
en donde se comparten profundos valores y formas de vida, una lengua y origen
compartidos. Costumbres que se transmiten de generación en generación, estando
exentas de toda crítica exterior a dicha comunidad, ya que sólo se pueden
entender desde dentro de cada comunidad. La diversidad de cosmovisiones es el
correlato del respeto a la identidad y a la soberanía de cada cultura. Es la
autodeterminación la que se levanta contra el autoritarismo colonial moderno,
que aún intenta imponer modelos de sociedades liberales, negadoras de toda
diferenciación cultural. La moralidad es así totalmente cognitiva desde dentro,
pero tiene una contrapartida no cognitivista si es vista desde fuera de cada
comunidad.
A
diferencia del subjetivismo, el que es de corte más individualista, el
relativismo no desconoce el carácter común de las normas, pero las limita a
cada tradición particular. Son las distintas sociedades en las que crecemos y
vivimos, las que nos dan nuestras creencias, siendo estas válidas entre
nosotros, los miembros de cada comunidad, pudiendo ser extrañas, e incluso
contrarias, frente a las distintas formas de vida culturales. Encontrándonos
con el deber de la aceptación de la irreconciabilidad moral entre culturas
diversas. La moralidad, y por ende la justicia, es algo intrínseco a cada
comunidad, por lo que la tolerancia ante lo diferente, la no intervención, el
respeto a la soberanía cultural y política de cada comunidad, constituyen la
idea de justicia mundial para el relativismo. Aunque ellos no lo dicen así.
Walzer
insiste en que la justicia es la propia de cada comunidad, siendo las reglas
que rigen las relaciones internacionales, una especie de minimalismo moral, que
lejos de ser una idea de justicia en sí, es tan solo el medio para resguardar y
garantizar el florecimiento de la preciada diversidad, de las justicias como
esferas. A diferencia de Taylor, Walzer es un relativista ético que se ha
acercado a las posiciones kantianas para evitar las críticas que se han
formulado contra el comunitarismo más radical. En sus últimos escritos, ha
reconocido la importancia subsidiaria de la moralidad internacional, pero como
un mínimo o límite último frente al maximalismo moral, propio de cada comunidad
concreta. El minimalismo moral no es suficiente, o es demasiado abstracto, débil
y desvinculado, como para conformar una idea de justicia en sentido fuerte.
Muchos
nos hemos sentido atraídos por la teoría de la justicia de Rawls, pero ni bien
logramos advertir sobre su relativismo ético, al momento de negarse a trasladar
su posición original a las relaciones internacionales, las que desde su
criterio, no pueden regirse por una idea de la justicia común, sino que sólo
pueden limitarse a reconocerse y respetarse, en base a la multiplicidad de
cosmovisiones y regímenes políticos, sociales y culturales existentes. Es así
como Rawls se identifica con los comunitarios, diferenciándose del
cosmopolitismo. De este modo, podemos advertir que pese al cognitivismo moral
del relativismo, el mismo se vuelve sobre sí, cuando vamos a los niveles
internacionales y metaéticos de fundamentación.
La
cuarta idea de justicia, la más antigua de todas, a la que se le han imputado
los fracasos y flagelos humanos, la utilizada por los imperios, por las
potencias hegemónicas y por las grandes instituciones religiosas a lo largo de
los milenios. Aquella que ha cargado con las críticas postmodernas que la han
tildado de formalista, desvinculada, abstracta, autoritaria, colonialista,
etnocentrista y falaz. Conocida como universalismo moral o cosmopolitismo, la que
haciendo oído a sus críticas, se ha logrado mantener y reformular,
encontrándose hoy en día, en la cima de la pirámide normativa, como estándar
mundial de legitimidad y fin al cual todos los pueblos deben propender. Sin
embargo, su aparente y controversial victoria, le ha costado su facticidad,
relegándola como último recurso, como normas de aplicación voluntaria, o peor
aún, como instrumento y disfraz para los negocios y agresiones perpetrados por
los detentadores de los poderes globales.
Esta
es la que nos dice que existen principios de justicia universalmente válidos, y
que ninguna norma puede pretender legitimidad, si contradice estos principios.
Los que a partir del fin de la Segunda Guerra Mundial se los ha llamado
Derechos Humanos. En esta posición encontramos a Habermas y a Nino, aunque este
último es más social-liberal, mientras que el primero, siendo también liberal,
defiende una idea más democrática de la justicia. No obstante, ambos
fundamentan su ética en el intuicionismo kantiano, reformulado gracias al giro
lingüístico en la filosofía, y a la superación del subjetivismo ético, por un
intersubjetivismo dialógico, más cercano al cognitivismo. La ética del discurso
es la reformulación de la ética kantiana, de acuerdo a sus críticas
posteriores. Es un intento de reconciliación entre universalismo y particularismo,
entre las éticas del bien y las éticas de lo correcto. Es en suma el resultado
más cognitivo de la historia contemporánea, en ella se discute sobre la
posibilidad que tenemos todos los seres capaces de lenguaje y acción, de
recurrir al aprendizaje por medio de discursos prácticos, o diálogos
enderezados al entendimiento.
Sin
embargo, el universalismo no siempre tuvo bases subjetivistas o intersubjetivistas,
alguna vez estuvo anclado en visiones globales, pero metafísicas del mundo. Las
cuales, desde la deontología, o desde la teleología, fundamentaban una
naturaleza común y trascendente. En las antiguas tradiciones orientales, en el
antiguo Egipto, ya es posible dar cuenta de principios universales de justicia,
los que no casualmente son idénticos en su contenido a muchas de las normas que
hoy en día se reconocen como imperativas por la comunidad internacional en su
conjunto.
Planteamiento
del problema
Creemos
que tanto el escepticismo, el subjetivismo y el relativismo están errados. El
primero porque, al no creer que existan normas fundadas, niega la
inteligibilidad de los bienes comunes. Si no necesitáramos de un medio ambiente
sano, de la satisfacción de necesidades básicas, como son el alimento y la
salud, si no hubiera diferencia entre atentar contra la integridad de otros, o
respetar la libertad, tal vez podríamos comenzar a tomarlo en serio, pero es
iluso, y hasta sospechoso, pretender que como humanidad no necesitemos de normas
fundadas, más cuando algunas no son inventiva humana, sino que corresponden a declaraciones
de hechos fácticos, hasta ahora indispensables, como es el compartir una
constitución o espacio común. El que no seamos capaces de cumplir las
exigencias de una ética normativa, debe buscarse entonces en una fundamentación
de los juicios de valor, capaz de dotar a las normas de real fuerza vinculante. El descarte a priori de toda posibilidad de encontrar verdades morales, es
entonces una reproducción automática de dogmas que no nos ha dado buenos
resultados.
El
subjetivismo se equivoca al creer dogmáticamente que somos seres aislados,
seres individuales, negando el hecho más obvio de todos, nuestra naturaleza
interdependiente, pero no hace falta sólo este argumento fáctico para refutar
al subjetivismo. También desde las ciencias sociales, es sabido que nadie
inventa su propio lenguaje, ni su propia cultura. Todos venimos a un mundo
construido y en construcción social. No sólo nacemos con un código genético que
nos habla de la evolución biológica de millones de años, también entramos a ser
partes de un mundo dado, el cual hacemos propio, y en el que de algún u otro
modo aportamos.
Las
normas pueden ser reformuladas individualmente, pueden ser aceptadas o
rechazadas subjetivamente, pero si le reconocemos a cada persona la posibilidad
libre de asentir o descartar las normas en general, abrimos la puerta a la
arbitrariedad de quien, por falta de conocimiento, egoísmo, arrogancia, o seudo
interés, pueda no reconocer algo que es justo, de acuerdo a lo que
razonablemente se demuestra ante él, haciendo superfluas incluso las normas que
vigilan nuestro igual derecho a ser libres, nuestro deber de garantizar esa
libertad para los que vendrán. Permitiendo que se pueda exterminar y dañar
irreversiblemente aquello necesario e indispensable para todos. El subjetivismo
se desarma al ser impotente de proteger toda norma que se da el sujeto a sí
mismo. Sin el acuerdo con el otro, sin un derecho ético, toda norma, por muy
individual o privada que sea, no puede sino estar condenada a la vacilante
lucha entre fuerzas antagónicas.
El relativismo
por su lado, no cae en los vicios del escepticismo, ni tampoco en los del
subjetivismo, al menos no tan directamente. El relativismo significó una
superación del estado de naturaleza hobesiano, pero ya se quedó corto de miras. La comunidad política no
siempre es fiel reflejo de la comunidad cultural, y aunque así lo fuera,
ninguna cultura o tradición histórica se ha construido aislada del mundo. Si un
grupo de personas pudo formar una comunidad, en donde se comparten profundas convicciones
e ideales de vida entre sus miembros, ha sido gracias a que existe la
posibilidad universal a que lo hayan podido hacer. Es decir, hubieron de poder
gozar de autodeterminación. La membresía a una cultura, a una tradición,
institución o comunidad, debe ser lograda gracias al escrutinio público, y no
ser producto de la imposición y la opresión.
Sin
dudas, la escisión de Estados, no tendría que presentar problemas cuando
existiera la voluntad suficiente, sumada a las buenas razones para ello. Sin
embargo, toda proclamación de independencia no puede ser excusa para descuidar
el compromiso recíproco con el otro. En este sentido, una organización
internacional fuerte, estructurada coherente y eficientemente en distintos
niveles, podría asegurar dichos compromisos, facilitando la multiplicación de
comunidades políticas concretas.
En
definitiva, la comunidad necesita del mundo para existir, y esta no debe
reemplazarlo, porque abrimos la puerta a que en el futuro ella misma pueda no
ser respetada. Sin una justicia universal, que garantice la autonomía que
reclama el relativismo para cada comunidad, el estado de guerra de todos contra
todos, es ahora trasladable a las relaciones internacionales. Es entonces una
inconsistencia afirmar la verdad moral interna, al mismo tiempo que afirmar la
imposibilidad de contar con una justicia que garantice dicha pluralidad en el
marco global. Pero esto no es todo, el relativismo está tan errado como el
subjetivismo. No es la libertad individual desmesurada la que tiene que estar
por sobre la comunidad, no es una competencia, del todo o nada, entre
subjetivismo y relativismo. Un universalismo bien entendido no hace referencia
a la posibilidad escéptica y subjetiva de anteponer la propia opinión como última ratio de la verdad moral. En
realidad, la salida al problema viene por otro lado.
No
todo es cultura y vida social. Existen bienes, que como ya adelantamos, no son
inventiva humana, al menos no hasta ahora, bienes sin los cuales no podría
haber cultura alguna, ya que hacen a la posibilidad misma de ser humanos. La
satisfacción de necesidades básicas para la vida, la salud y el medio ambiente
sano, no son construcciones subjetivas o estándares culturales. La comunidad
cultural no está, ni tampoco puede estar a la altura, ni por sobre la autoridad
que le compete a la humanidad toda, y está de más decir que incluso la
humanidad misma, está desconociendo normas, que al ser declarativas de bienes
globales irremplazables, no hace otra cosa que perjudicarse a ella misma, y por
ende, a su entorno. Precipitándonos en masivas extinciones que embargan nuestro
futuro. Las normas declarativas ponen sobre papel aquello que ya es un hecho,
mientras que las normas constitutivas crean hechos, o situaciones nuevas, del
acuerdo común entre las partes.
Las
normas, son por definición, pactos intersubjetivos creados por medio del
diálogo enderezado al entendimiento común. Existen para garantizar o crear aquello
que es bueno para las partes, pero hay normas que no por nada, no deben estar
bajo escrutinio, al menos no en las actuales circunstancias, porque ellas
mismas no han sido creadas por voluntad humana, al menos no hasta este momento, sino que son declaraciones de
aquellos bienes que todos requerimos, y de los cuales nadie ha podido
prescindir. Bienes necesarios incluso para pensar en la realización de
cualquier diseño.
Dijimos
que el relativismo, aunque no cae en los vicios del escepticismo, siendo similar
al subjetivismo, aún es corto de miras
porque como vimos, la comunidad de hecho se extiende más allá de cualquier
frontera cultural o política que podamos crear, pero lo paradójico es que esas
fronteras que hemos creado, han demostrado ser inútiles y hasta contrarias para
los propósitos por los cuales han sido levantadas. Desde hace mucho tiempo que las
fuerzas transnacionales y los desastres medioambientales cruzan todo tipo de
límites, y no verlo es, o ser miopes, o permitir que siga ocurriendo. Del mismo
modo pasa con nuestro planeta, la biosfera. Ella no reconoce límites humanos, y
pretender protegerla, o hacer un uso responsable de sus bienes, no puede ser
competencia soberana, libre o subjetiva
de los Estados, y la comunidad internacional tampoco debería seguir permitiendo
actos que perjudiquen y embarguen aún más la vida en el mundo, porque incluso
ella, la humanidad toda, tampoco ha podido independizarse de su entorno.
El
universalismo no es la mejor opción por descarte, y tampoco implica el
mantenimiento del statu quo. Un
universalismo bien entendido implica constante transformación en progreso de la
humanidad, es el principio, el medio y el fin de la modernidad. Nos recuerda
que más allá de toda retórica, de toda cultura, construcción teórica o forma de
vida, somos una especie que comparte el equilibrio de vida en este planeta, el
cual a su vez depende del sistema solar, y este otro de la galaxia, y en último
término todo depende de esto a lo que hemos llamado universo, que aunque no
comprendamos, y estemos aún muy lejos de saber qué es lo que es en sí mismo, si
tuvo origen, si tendrá fin, si tiene límites. Al menos sabemos que somos unas
de sus partes, las que además, no se han podido escindir.
Con
esto venimos a poner un poco de orden en una vieja discusión que ha tenido
lugar en la filosofía, y tiene que ver con nuestra cognición. Porque si hablaremos
seriamente acerca de justicia, acerca de poder, es porque necesariamente
tendremos que hablar sobre ciencia, sobre mundo, pero por sobre todo sobre
cognición. El universalismo bien entendido es la única ética realmente cognoscitiva,
representa un aprendizaje e integración consistente con respecto a las éticas
predecesoras. Implica un nuevo capítulo en nuestra historia como humanidad. El
universalismo es de larga data, Kant es el primer referente moderno. Sin
embargo, acá intentaremos explicar por qué es momento de darle nuevas bases a
estas actuales y remotas normas.
El
origen contemporáneo de las controversias en la filosofía moral y política
Se
suele decir que Kant pone fin a las discusiones entre dogmatismo y escepticismo,
marcando los límites de la razón. En teoría, todo lo que creemos es real, no es
más que lo que hemos creído, o nos han hecho creer es real, lo real en sí mismo
es inaccesible a la razón. Interpretamos lo que observamos por medio del
lenguaje y los conceptos que tenemos. La mente nos da una imagen tentativa de
lo que creemos es cierto, luego las convenciones transforman estas imágenes en
conceptos válidos. Todo conocimiento es hipotético, sujeto a críticas,
conjeturas y refutaciones, permitiendo así que nuestras imágenes cambien. A
esta teoría del conocimiento se la denomina constructivismo, y aunque su origen
moderno proviene de Kant, se apartó del mismo, de sus categorías, de su fe en las
ciencias físicas. Hoy se afirma que somos nosotros quienes construimos la
realidad. Que el caballo es un caballo porque decidimos llamarlo así, y que
todo nuestro entendimiento con respecto a él, no es una descripción exacta de
lo que en verdad es, sino hipótesis sometidas a constantes refutaciones y
cambios.
No
obstante Kant, preocupado por reservarle un lugar privilegiado al universalismo
moral, dice que existe un conocimiento verdadero que no necesita ser
contrastado empíricamente, motivo que lo excluye de los vicios de la razón.
Recordemos que la razón no puede acceder a la cosa en sí, al noúmeno, sino que sólo al
fenómeno. Nos aproximamos subjetivamente a la realidad en sí, sintetizamos
e interpretamos lo que sensiblemente percibimos. Al ser los juicios morales evaluaciones
del sujeto sobre el sujeto mismo, son a
priori de toda experiencia, no hay una relación sujeto-objeto en ellos, su
verdad o falsedad no son como los juicios a
posteriori que hacemos sobre el mundo fenoménico, sobre la experiencia
posible, contingentes y particulares, sino que son necesarios y universales.
Sin
embargo, pensando Kant en que de esta manera solipsista resguardaría al
universalismo moral del falibalismo, fue la separación que hizo entre el conocimiento a priori, del conocimiento a
posteriori, lo que luego le dio las
herramientas a sus críticos para cuestionar su filosofía, y esto fue muy
comprensible. Es extraño predicar la verdad de un juicio cuando no podemos
apelar a la experiencia para ello, sino que sólo contamos con las intuiciones
que presumiblemente se creen universales. Tras la ilustración, el culturalismo
y el postmodernismo en general, han desenmascarado la objetividad de las
teorías occidentales, las que reflejan valores intrínsecos de una cultura. Kant
mismo sentó las bases para poner al conocimiento en la cultura, en el
imaginario colectivo. Ahora todo es puesto en duda, no existiendo verdades,
siendo lo que creemos es real aquello que hemos construido como tal.
El
conocimiento en general es hipotético, estando sometido a constante cambio, y
es esta condición la que lo hace razonable, a diferencia del dogmatismo que se
presenta como incuestionable, siendo símbolo del engaño, del estancamiento y
del autoritarismo, motivo por el cual todo conocimiento que se presenta como
verdadero, es aquel del que más hemos de desconfiar. Si no hubiese sido por el
dudar de lo que nos viene dado, no tendríamos la herencia que tenemos, y mucho
menos las chances de poder explorar y conocer aún más.
El
carácter falible del conocimiento, que siendo su pilar fundamental, aún débil y
constantemente amenazado. No obstante, no debe conducirnos a contradicciones de
primer acercamiento. Si todo es
falible, entonces el carácter falible del conocimiento: ¿también debe serlo? En
teoría, el conocimiento es hipotético porque no hemos alcanzado la verdad última
sobre las cosas, y aunque creamos que lo hicimos, no tendríamos que cerrar las
puertas a la crítica, ya que podríamos habernos equivocado, y si la verdad es
tal, sólo la práctica de la crítica puede mantenerla en su lugar. Pareciera ser
la crítica entonces una verdad epistemológica, una verdad necesaria en la
teoría que predica la falibilidad de todo conocimiento. Sin embargo, ¿es
acertado sostener el carácter hipotético del conocimiento por medio de una
verdad incuestionable?
Sostener
la falibilidad del conocimiento, encierra entonces una verdad en sí misma, esta
es que todo conocimiento es hipotético, y como tal nos manda a cuestionarlo.
Toda afirmación implica necesariamente una negación, y toda negación necesita
asimismo de una afirmación, sin la cual no se completa su estructura lógica.
Olvidar esta dualidad, o no indagar en ella, es un error muy común que nos
conduce a lo que llamamos contradicciones de primer acercamiento. Kant fue muy conciente de esto, por eso
distinguió los juicios a priori, de
los juicios a posteriori, siendo los
primeros, la condición necesaria para que puedan existir los segundos. Si todo
el conocimiento que tenemos sobre las cosas, son una imagen que construimos de
ellas, es porque en verdad no podemos
conocerlas de un modo objetivo. Si no fuera porque aceptamos la premisa de que
no nos es posible acceder a las cosas en sí, sino que únicamente por medio de
la razón, no podríamos sostener el carácter falible del conocimiento.
El
conocimiento científico es hipotético, pero para que pueda ser tal, necesita
una base incuestionada. A la ciencia como teoría le corresponde una
epistemología particular, la que se posiciona por sobre esta, en un nivel
metateórico, proporcionándole sus reglas. En cambio Kant, dividió los juicios
como si estos pertenecieran a reinos separados. Los juicios de la razón
práctica, nada tienen que ver con los juicios de la razón pura. Esta separación
de la razón es la que le permitió defender la falibilidad del conocimiento, al
mismo tiempo que la universalidad de la verdad moral categórica. Dicotomía
traspasable a la relación sujeto-objeto, natural-social, hecho-idea,
bueno-justo, yo-nosotros-ellos-eso.
Sin
desmerecer al maestro de la modernidad, creemos que la desconexión que se hizo
entre estas categorías, entre los juicios a
priori de los juicios a posteriori,
sirvió para que los primeros pierdan toda fuerza fáctica, haciendo razonable las
críticas contra las éticas kantianas, acusándolas de estar desvinculadas, de
carecer de fundamentos últimos, y por lo tanto de ser pobres motivacionalmente.
El conocimiento hipotético pasó entonces a valer en sí mismo, olvidando o
relegando a la epistemología que los fundamenta, apartándola como mera filosofía.
La
tradición kantiana, pese a su trascendente e importantísima influencia, se
encuentra con un difícil problema. La moral deontológica es demasiado
formalista, presume de su imparcialidad, pretende estar desconectada de todo
contenido ético. Dice ser el proceso que permite el florecimiento de las éticas,
y esto es cierto desde un punto de vista lógico, de ahí su plena vigencia. Pero
a la hora de fundamentar sus premisas recurre al origen mismo de la razón
práctica, el cual no es otro que la apelación a intuiciones, o al deber de que
todos los seres humanos seamos igualmente libres, seres autónomos. Es aquí
donde las éticas kantianas son combatidas por todos aquellos que insisten en
que ser libres e iguales es deseable desde un contexto cultural dado, pero no
es ni expresión unívoca entre las distintas cosmovisiones, ni mucho menos
descripción de lo que en los hechos ocurre con los humanos. Así el universalismo
es puesto como una entre las tantas éticas, no siendo un parámetro común. Todo
intento por levantarla como jueza global es visto como acto de colonialismo, de
injerencia, de etnocentrismo, de antropocentrismo, de igualar aquellas diferencias
que demandan valor, protección y respeto. Pero, ¿es la diversidad un valor
absoluto, o ella requiere de normas que la protejan, promuevan y garanticen?
Ni
Habermas está exento de críticas. La fundamentación de la ética del discurso
recurre a las intuiciones básicas de la razón práctica, las que estando
separadas de las intuiciones empíricas de la razón pura, no tienen más remedio
que afirmarse como dogmas. El universalismo moral es fuerte teóricamente y
cuenta con supremacía normativa. No obstante está duramente cuestionado, pero
lo gravoso es que carece de fuerza motora que lo haga efectivo, y la razón de
esta falencia no es que efectivamente esté sentado sobre bases dogmáticas, de
ser así no sería falencia, y satisfechos tendríamos que estar con asignarle el
lugar de una entre las tantas éticas, pero este remedio no sólo deja al mundo
sin justicia, sino que además es poco sensato. En el origen mismo de la
humanidad encontramos al universalismo moral, sorprendentemente desarrollado, y
lo que no es menor, ubicado en la cima de todo orden natural, social y
político.
En su
búsqueda de objetividad, la ciencia moderna se divorció del Estado y de la
religión. Necesitaba mostrarse neutral frente a cuestiones metafísicas, su
emancipación ha estado llena de luchas aún inconclusas. Algunos dicen que la
renuncia a pretender objetividad fue su gran victoria, otros dan cuenta de como
los dogmas metafísicos y reglas del mercado la siguen estructurando. Desdibujando
toda garantía que yacía en ella, evidenciando su derrota ante el triunfo de los
grandes grupos económicos privados. La democracia interna, y el respeto
universal a los derechos humanos, nunca dejaron de ser un relato necesario. El
velo que cubre a las reales normas
del sistema.
La
ciencia no se libró entonces de los dogmas, de los límites que le han impedido
abocarse por completo a la búsqueda de la verdad. Es más, sus logros y avances
le costaron un alto precio. Se ha tenido que conformar con manejarse dentro del
marco del sistema. Viéndose, salvo unas cuantas excepciones, desvirtuada y opuesta
a sus fines. Esta coyuntura no está aislada, se manifiesta epistemológicamente
en un fuerte dogmatismo neopositivista, éticamente subjetivista, enfrentado por
el escepticismo como único adversario acreditado. Es paradójico ver a la
ciencia recluida por dogmas que parecen incuestionados. La ruptura con la
filosofía, el falibalismo corto de miras,
junto a su dependencia financiera. La conducen inexorablemente hacia la
promoción de aquello de lo que se pretendía liberar.
¿Realmente
son importantes este tipo de problemas filosóficos?
Vivimos tiempos difíciles, el fin
del milenio estuvo marcado por la hegemonía de una estructura insostenible,
aunque aplicada y defendida. El neoliberalismo económico, conceptualizado por
algunos de neo-imperialismo. Ya desde los años setenta, el fracaso del sistema
acordado en Bretton Woods, los altos costos de las políticas exteriores de las grandes
potencias, han significado además del mantenimiento de las hostilidades, un
ahondamiento de las crisis, sumado a un resurgimiento de los fundamentalismos
religiosos y nacionales. Denunciándonos los errores, la improcedencia, e
imprudencia de las políticas, y por sobre todo, de las ideologías que les han servido como guía. Las mismas que se
lograron imponer para levantar las actuales instituciones.
Las
crisis sistémicas –económicas, financieras, políticas, sociales,
ambientales, humanitarias, culturales– los conflictos endémicos en
los países menos adelantados, las crisis de deuda, primero en los países productores,
principalmente de recursos naturales, y ahora en los países desarrollados de
Europa Occidental y en Estados Unidos. La emergencia de nuevos centros de
financiación, desarrollo y producción. Sin mitigar, sino que al contrario,
profundizando la crisis en toda la estructura social, a la cual Beck llama
como: “Sociedad del Riesgo Global”, visible
en innumerables hechos, como en la amenaza de un colapso ambiental con
consecuencias irreversibles, en el aumento de la pobreza y de las pandemias en
el mundo, en las crisis alimentarias, en las crisis energéticas, en las guerras
de guerrillas, rebeliones o insurrecciones y en los diversos tipos de
terrorismo. En la delincuencia organizada, en la amenaza de una eventual y
apocalíptica guerra nuclear, en las guerras radiológicas, químicas y
biológicas, en las interminables, y al parecer planificadas crisis financieras
transnacionales. En la pérdida de legitimidad, producto de un uso maleable del
derecho, sobre todo del internacional, en la emergencia de bloques regionales,
económicos y políticos, de grandes fusiones privadas, las que pasan a
constituir megacorporaciones,
monopolitos y oligopolios, cada vez más grandes y fuertes, con dimensiones, en
términos de poder, ya muchísimo mayores a la de la concertación de los Estados.
El aumento de las relaciones a jurídicas, paralelas a la ley,
evidencia la coexistencia de dos sociedades, de dos realidades, incluso dentro
de los mismos Estados. La estratificación social y el multiculturalismo,
evidencian un proceso contradictorio entre integración planetaria y exclusión
social. La estructura asimétrica de las redes de interdependencia, entre los
países del norte en cuanto a los del sur, el fracaso en el logro de las
políticas comerciales, y de las demás políticas acordadas en instancias
multilaterales, la transmisión de conflictos internos entre los Estados,
evidenciando la ficción de las fronteras,
las diferencias culturales y resaltando las demandas comunes. La inmigración
masiva y su instrumentalización, la expansión y rápida evolución de los medios
masivos de comunicación y de la red informática transnacional. La ineficiencia
de las organizaciones internas e internacionales, la lentitud de su proceso de
institucionalización. La pérdida de gobernabilidad en los Estados soberanos.
Todos hechos globales, públicos y de urgente tratamiento. Hechos que
parecen ser el costo necesario para los supuestos beneficiados del sistema, o los medios para mantener y alcanzar los
fines de los competidores por el poder
sobre el planeta. Sin embargo, no necesitamos ser más racionales de lo que somos para ver hasta donde hemos llegado y
hasta donde podemos llegar. Esto es así, ya que el sistema somos todos, y no una fracción a la cual
podemos, como observadores externos, simplemente imputar responsabilidades.
Momento culmine este de la civilización, en el que nos encontramos ante la dura encrucijada de
actuar de conformidad con la justicia universal de una libertad bien entendida,
que respete la diversidad, la sustentabilidad, que garantice la no violencia,
la igualdad de oportunidades, el acceso universal a los derechos de primera,
segunda, tercera y cuarta generación. Garantías efectivas a la independencia e
imparcialidad en la resolución de controversias, una mayor participación
democrática de acuerdo a un derecho legítimo. Una justicia que arraigue en la
identidad gracias a la educación, a la creación de conciencia de nuestra cósmica
naturaleza.
Sin
un cambio en este sentido, la incertidumbre se vuelve certidumbre del caos. La
humanidad pugna entre su autosalvación, o su autocondena como especie incapaz
de adaptarse, precipitándonos en la catástrofe, que sin un cambio en nuestro actuar-pensar, lejos de conducirnos
hacia una evolución trascendental, acabaremos con este intento de nosotros
llamado humanidad.
Propuesta
de resolución
El
laberinto tiene una salida. Cuando reconocemos la importancia fundamental de la
epistemología, logramos vencer a las contradicciones de primer acercamiento, abriéndose ante nosotros el análisis de la metateoría,
de los fundamentos de las ciencias, instancia que lejos de estar exenta de toda
experiencia, se nutre y sostiene gracias a esta, configurándose un sistema de
comunicación y aprendizaje mutuo, entre teoría y metateoría, y entre ambas con
la práctica. El conocimiento hipotético se justifica entonces, en el hecho de
que no somos conocedores de las verdades últimas de la naturaleza. Toda teoría
debe ser tenida como válida si, y sólo si resiste a sus críticas, pero jamás
por verdadera atemporalmente, ya que nada nos asegura que no pueda llegar a ser
refutada en el futuro. La verdad presupone un conocimiento, que además de ser
validado por el escrutinio epistémico, implica una certeza tal, que por su
naturaleza, por la forma en como está estructurada, excluye toda posibilidad de
refutación alguna, y no porque sea inmutable. Decir que aún no somos
conocedores de las verdades últimas de la naturaleza, es una verdad en sí misma,
porque la forma en como están estructuradas sus premisas, nos habla de un hecho
actual que permite su alteración en el futuro.
Si
reconocemos que el universalismo moral, como cualquier otra ética, requiere de
argumentos que no pueden escapar de la experiencia, advertimos que es posible
encontrarle una base sólida, capaz de dotarlo del respeto y de la facticidad
que su validez demanda. En este sentido, los presupuestos universalistas de la
razón práctica. Estos son: el que los seres humanos son, sin distinciones,
libres e iguales en dignidad y derechos, que deben comportarse fraternalmente
los unos con los otros, y que están dotados de razón y conciencia. Estas
intuiciones no tienen por qué seguir siendo presunciones dogmáticas, sino que
bien pueden ser deducidas -y logradas-
del único dato objetivo que tenemos de la experiencia empírica. La necesaria
convivencia, del carácter cósmicamente interdependiente de la naturaleza,
verdad y valor primario que refuta cualquier posibilidad del ser como entidad
externa o exenta del vital plexo común.
Esta
solución no puede ser objeto de las críticas que han sido formuladas contra el
realismo ético. Es cierto que no podemos derivar enunciados del ser al deber
ser, pero la regla vale para las derivaciones simples, no para las
fundamentadas. Decir que necesitamos respirar para vivir, y que hasta el
momento no hemos podido dejar de hacerlo, sin dudas nos dice que la calidad del
aire es un bien universal, que hace a la salud y al desarrollo sustentable.
Entonces bien podemos deducir, que todos los seres humanos tenemos derecho a un
medio ambiente sano. Esto es, que estamos obligados a cuidarlo y garantizarlo.
Los presupuestos normativos de la razón práctica, reformulada ahora en razón
comunicativa, no son sólo intuiciones, sino que también corresponden a consecuentes lógico-empíricos de nuestra
necesaria convivencia.
Desde
tiempos inmemorables, a lo largo de la historia humana, han existido principios
universales de justicia, que en esencia han permanecido inmutables. Expresados
de distintos modos, en distintas lenguas, siempre como partes de cuerpos
normativos más amplios. Solemnes declaraciones prescriptivas que no
corresponden a la competencia de ningún legislador. Tal vez han sido el resultado
de un sentir común, de una añoranza existencial, de aquello que nos liga, y que
por lo tanto, debería ser el fundamento que nos hace humanos.
Detrás
de todas las banderas del mundo, de todos los símbolos religiosos y políticos,
de las organizaciones públicas y privadas, siempre los fundamentos, los emblemas,
propósitos y principios, han sido esencialmente los mismos. Porque en realidad,
no puede haber división o frontera que nos separe de aquello que nos hace
humanos. Es momento de ver más allá de las limitaciones tradicionales, de
levantar los muros y salir al encuentro con nuestros valores compartidos.
Creemos
que estos principios de justicia universalmente válidos, guías imprescindibles
en cada situación concreta, pueden ya ser cristalizados en siete conceptos
abstractos, aunque experimentables empírica y vivencialmente. Respeto universal
a la igual libertad de todos, norma
que de cumplirse, implicaría el alcance de una paz positiva y sustentable.
Sin embargo, tales propósitos no podrán hacerse realidad, sin que podamos
primero superar toda noción que va contra nuestra fáctica indivisibilidad. Sin sentir un profundo amor, capaz de trascendernos como humanidad, el que sólo puede
esperarse de quienes se han reconocido como indivisibles de su cósmica naturaleza,
no podremos acceder al objetivo punto de vista moral como imparcialidad, necesaria para hacer real esta idea de justicia.
La libertad
se fundamenta en el hecho de la diferencia. Somos libres de ser la persona que
somos y de explorar nuevas identidades, de imaginar y construir nuevos rumbos,
de ensayar y errar, de aprender. Pero esa libertad la tenemos todos por igual,
y así como debe ser garantizada la nuestra, debemos respetar y promover la de
los demás, incluida todas las condiciones que la hacen posible. La libertad entonces,
no es un concepto metafísico, es el marco normativo necesario para ordenar la
conducta de quienes comparten necesariamente
un mismo plexo de vida.
La
justicia no prevé todos los casos y contextos concretos, no puede ser
independiente de lo bueno, ni estar desvinculada de las formas de vida
particulares. Una justicia que no sea al mismo tiempo motor de la conducta,
simplemente deja de ser justa, pasando a ser útil a los intereses contrarios a
ella. Una justicia que no arraigue en la identidad, que no sea promovida por
medio de la educación y las prácticas sociales, que no tenga por objetivo
primario la prevención, por medio de una cultura de paz, estará condenada al
fracaso, o al más lamentable de sus costados, el de la justicia retributiva. Una justicia que no apueste primariamente por su realización no
coercitiva, jamás podrá considerarse plenamente cognoscitiva.
La
más plausible de las éticas esbozadas, la ética del discurso. Ha sido criticada
desde varios frentes, pero el que creemos la tiene cercada, es paradójicamente
su elemento virtuoso, los diálogos abiertos según el principio del discurso. No
podemos debatir eternamente sobre los presupuestos comunicativos, menos
teniendo temas controversiales de urgente tratamiento. No es necesario poner
todo en tela de juicio para hacer plausible una teoría democrática de la
justicia. Tal presunción la vuelve irrealizable, condenándola al sustituto
imperfecto que fácilmente se puede doblegar contra sus objetivos primeros.
La
falta de practicidad y fundamentación de los presupuestos éticos discursivos,
no tienen que ser subsanados por medio del discurso mismo. La justicia puede ya
integrar sus aspectos, deduciéndola de la necesaria convivencia, quedando los
discursos prácticos justificados dentro de una teoría más amplia que los
estructura y delimita, haciéndolos razonables y realizables. De esta forma la Justicia sería ante todo Principio del Derecho, adquiriendo forma
heptagonal, siendo cada lado representado por los conceptos que la conforman
necesariamente en su conjunto. Justicia ahora es unión inescindible entre los valores
y principios universales del amor, la paz, la igualdad, la libertad, la
sustentabilidad, la imparcialidad y la indivisibilidad.
Toda
regla que pretenda validez, tendrá raigambre en el heptágono de la justicia. A
diferencia de antaño, la justicia no se presenta en forma de mandatos, ni de
prescripciones negativas, ni de extensos textos legales que pretendían prever
todas las situaciones, sino que de esta forma creemos es posible deducir a las instituciones primarias,
indispensables para estructurar un realizable consenso deliberativo. El
gobierno legítimo, conciente de los peligros de la demagogia, de la
plutocracia, de la autocracia, estará subordinado a un derecho que no permitirá
su propia negación. Porque el derecho es el principio, el medio y el fin de
toda política.
La
expresión legítima de la voluntad, el ejercicio de la soberanía, han de ser
congruentes con la Justicia. Ni el voto popular, ni la representación política
facultativa, ni la toma de decisiones por mayorías, pueden seguir sosteniéndose
como sustitutos del legítimo escrutinio
público, de un consenso deliberativo conforme
al principio del derecho. No pueden ser validos los actos que contravengan los
principios universales de justicia. No hay libertad, ni competencia, ni
facultad, ni inmunidad, ni soberanía que pueda levantarse como excusa ante el
incumplimiento de los derechos y obligaciones universales. La
institucionalización de la justicia será fortalecida por medio de la
internacionalización del derecho constitucional y de la constitucionalización
del derecho internacional, integrando los aprendizajes de los distintos sistemas
y jurisdicciones, incrementando la capacidad real de hacer efectivas sus
resoluciones.
Sin
la conciencia compartida como partes del mismo plexo de vida, no podremos
volver a ligarnos fraternalmente para fortalecer las normas que nos cruzan como
individuos. El amor como profundo
sentir, como inmensurable fuerza, como plena gratitud, como satisfacción
universal que nos une a la naturaleza, al otro, a sus necesidades e intereses.
Sólo puede florecer desde un marco existencial común que trascienda los dogmas
reinantes: individualismo, sexismo, clasismo, racismo, nacionalismo,
etnocentrismo, antropocentrismo y a la idea de familia como núcleo. Insistiendo
vehementemente en que todo concepto que pretenda contrariar nuestra
interdependiente naturaleza, ha sido la principal causa de los mayores flagelos
humanos.
Convencidos en que el simple hecho de ser partes inseparables de esto a lo que hemos llamado universo, es un dato empírico-objetivo y fundamental, que demanda urgente ilustración, ya que desde él podemos deducir, y con carácter de verdad, principios universales de justicia. Es decir, una idea del derecho en sentido fuerte, estructuradora de nuestro conocimiento, de nuestras instituciones. Poniendo fin a las principales disputas, y dotando de autoridad general, a una esclarecida teoría del conocimiento, la que de ahora en más, será también base sólida para una consistente teoría del derecho.
Convencidos en que el simple hecho de ser partes inseparables de esto a lo que hemos llamado universo, es un dato empírico-objetivo y fundamental, que demanda urgente ilustración, ya que desde él podemos deducir, y con carácter de verdad, principios universales de justicia. Es decir, una idea del derecho en sentido fuerte, estructuradora de nuestro conocimiento, de nuestras instituciones. Poniendo fin a las principales disputas, y dotando de autoridad general, a una esclarecida teoría del conocimiento, la que de ahora en más, será también base sólida para una consistente teoría del derecho.
El
mundo nos llama, primero a organizarnos de manera local e internacional al
mismo tiempo, de manera común, garantizando nuestra sustentabilidad en el
planeta, multiplicando las instancias asamblearias de carácter legislativo en
todo nivel. Para luego de haber aunado fuerzas, podamos seguir explorando, con
mayor honestidad y dotados de real fuerza, aquello que aún nos guarda la
naturaleza, avanzando en nuestro crecimiento evolutivo. Sin dudas, la unión, la
integración planetaria, la paz y el bienestar de los pueblos, serán la base
desde la cual podremos pensar en un renacer que vaya más allá de las estrellas.
Sin unión en la verdad, la que no es otra cosa que unión en la justicia, no
habrá trascendencia alguna para una humanidad, que siendo capaz de ir más allá
de este planeta, aún está atrapada en una adolescencia tardía, que la reta a su
misma subsistencia.
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